Hay novelas necesarias, novelas que reniegan conscientemente del mero entretenimiento y se presentan como vehículo estético para hacer un relato conciso, convincente y emotivo de una historia que no por inventada deja de ser veraz, pues a poco que nos esforcemos habremos comprendido que estos personajes de los que nos habla Adolfo García Ortega existieron realmente, con otros nombres y otra apariencia, pero no muy distinta a como se nos muestran en este libro; no recomendable, por otro lado, para quienes busquen pasar un rato divertido, pues carece de las hechuras de un best-seller, ni su lenguaje pretende la belleza huera de una literatura para el onanismo intelectual; la suya es una prosa eficaz, directa, y lo que cuenta es de una transparencia luminosa, donde hay horror a espuertas, pero también ternura y fragilidad.
La novela tiene como protagonista a Hurbinek, un niño muerto, pero con el que el narrador pretende construir una historia, la de su vida, pues considera que merece tenerla. Hurbinek no es un nombre, es un ruido emitido, casi un estertor, por una criatura que se consume, que ha sido sometida, a lo largo de su corta vida, tres años, a condiciones de lo más adversas. Hurbinek, que en realidad se llama Ari, o al menos ese nombre es el que dice el narrador que le da su madre, sobrevive, junto a un puñado de hombres, al infierno de un campo de concentración nazi, el de Auschwitz. Hurbinek es un niño real, mencionado por Primo Levy en uno de los tres libros que escribió sobre su estancia en el campo. La tregua es su título. Dice de él que, con tres años, su cuerpo apenas si ocupaba el hueco de las dos manos abiertas. Tenía las piernas atrofiadas y le costaba respirar. Cuando los rusos entran en Auschwitz y observan qué crímenes se han estado cometiendo en él, es tal su espanto que apenas si sienten ánimos para ayudar a los pocos supervivientes, cadáveres en vida, a los que el miedo les impide mostrar un mínimo de entusiasmo porque por fin son libres. Hurbinek yace en una manta. El resto de presos judíos cuida de que no sufra más, pero el niño muere. Hurbinek, para el narrador, un español que se dirige a Auschwitz, no se sabe bien a qué, pero que nunca llegará porque sufre un accidente de tráfico, es un símbolo de todos aquellos niños que mataron los nazis. Nada se sabe de ellos. Nacieron para morir a los pocos minutos, a las pocas horas; los más afortunados, a los pocos días o semanas. ¿Qué otra cosa puede hacer por ellos, mientras se halla hospitalizado en un centro médico de Frankfurt, que hablar de este niño, mencionado brevemente en una obra escrita por un judío que con el tiempo sería uno de los personajes más representativos del trágico siglo XX, y comprarle aniversarios? Porque el título de la novela obedece a una voluntad firme: hacer de la vida que no tuvo Ari un homenaje a todas las criaturas que fueron asesinadas antes que él. Y lo consigue, a mi parecer, sin recurrir al sentimentalismo fácil, con un estilo notarial a veces, tanto más efectivo cuanto más fría resulta la enumeración de atrocidades, pero nunca distanciado, nunca falto de humanidad.
Imprescindible novela, autor magnífico, del que acaba de publicarse un nuevo título muy alabado: El mapa de la vida, sobre los atentados del 11-S en Madrid. El capítulo VI de la presente se inicia así: Es imposible no pensar en los niños a quienes mataron los nazis, ni en los modos tan crueles y salvajes cómo lo hicieron. Y es imposible no estremecerse, si se saben. Al pensar en Hurbinek, al crear el universo de Hurbinek, es imposible también abstraerse de que, como él, hubo miles, cientos de miles de niños, judíos y no judíos, aplastados por la vorágine criminal de los alemanes.
Me la apunto a la lista de pendientes. La verdad es que la historia que plantea, si como dices evita caer en recursos sentimentaloides, parece la mar de interesante.
ResponderEliminarEs un placer hallar historias como ésta, escritas de este modo, y darlas a conocer.
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