lunes, 28 de diciembre de 2009
Enemigos de la promesa
Leo estos días un libro de ensayos de Cyril Connolly, en el que al parecer queda recogida buena parte de su obra. El primer título que aparece en el volumen es Enemigos de la promesa, escrito en 1938, y que aborda el tema del estilo. Los inicios del siglo veinte, nos recuerda, fueron decisivos para la evolución de la novela. Fue un periodo convulso históricamente, pero también en lo cultural, donde convivieron tendencias múltiples en la pintura, en la música, en lo literario. Según Connolly, “el estilo es una relación entre el dominio de la forma que tiene un escritor y su contenido intelectual o emocional”. En función de esta premisa, establece varios estilos: el mandarín, recargado, romántico, cuajado de oraciones subordinadas y metáforas, “el estilo artificial de los hombres de letras o de los que ocupan cargos de autoridad y hacen de las letras una ocupación en su tiempo libre”; el vernáculo o realista, más pegado a lo cotidiano, que es “el estilo de los rebeldes, periodista, adictos del sentido común y observadores no románticos del destino humano”; y un último intermedio, el lírico o dandy, propio de autores primerizos, marcados por la tradición, que acaban sumándose al partido de los mandarines. Connolly, pese a la crítica que hace de unos y otros autores, adscritos a tan contraria manera de concebir la labor literaria, no repudia ninguna de los dos modos y considera que ambos poseen virtudes aprovechables, y que lo que un autor que pretende ser sincero debe hacer es buscar el justo medio entre ambos, de tal modo que su prosa sea “arquitectura, no decoración interior”. “La buena prosa”, afirma que se dice, “debería parecerse a la conversación de un hombre bien educado”. Por eso considera que los que buscan la perfección, “los que buscan el arte por el arte…, pueden producir un arte imperfecto debido a la misma violencia del homenaje que le rinden.” Aunque admite que “hay muchos grandes pasajes en los que la complejidad es digna de la emoción vertida en ellos, donde verdades muy sutiles y difíciles son presentadas en un lenguaje que sólo puede expresarlas mediante la dificultad y la sutileza.” El estilo realista, pues, pese a su apego a lo que se habla en la calle, no es vehículo tampoco suficiente para expresar todo cuanto interesa al autor. Se queda escaso, pobre, aunque resulte honesto y hábil. Los autores que lo cultivan deben recurrir a la disciplina en la concepción y ejecución del libro. Las cosas escritas con sencillez, para que perduren, precisan de una planificación exhaustiva que las aleje de la mera crónica, del retrato fiel. El contenido exige una forma que lo refleje de modo que el lector crea estar leyendo algo nuevo siempre. El dominio que tenga el autor del lenguaje, que es su herramienta, pero también de la construcción que le dé a lo que cuenta, posibilitarán que su obra dure, sirva de modelo, emocione. El libro de Connolly es de 1938. Por entonces, autores como William Faulkner se hallaban en el camino correcto.
miércoles, 23 de diciembre de 2009
Muerte de una asesina
El mal está presente en todos nosotros. En mayor o menor medida, y ante determinadas circunstancias, cualquiera sería capaz de un acto maligno. Nos aterroriza pensar en ello porque el mal nos hace inhumanos. Nos convertimos en monstruos. Tanto más monstruo cuanta mayor es la inocencia de nuestras posibles víctimas. No juzgamos igual a un ladrón que mata para conseguir su botín que a un violador de adolescentes o a un asesino de niños. El asesino de niños es un monstruo que no soportamos. En él está representado el mal absoluto. Destruye aquello que aún no ha tenido tiempo de vivir, de conocer, de desear. Nos desagrada incluso ver su imagen. Sabemos que tras esa apariencia acaso frágil, acaso mediocre, se esconde una criatura del abismo, un ser que habita los túneles de nuestras peores pesadillas. Y sin embargo, no podemos decir ante él que somos del todo inocentes. Quizá nos consideremos buenas personas, ciudadanos rectos; pero si hurgamos un poco en nuestras miserias tal vez hallemos un pensamiento cruel, un momento de debilidad, un deseo irrefrenable de hacer daño. Muerte de una asesina aborda cuestiones como la presente. No de una manera directa, sino a través de una historia que se desarrolla a lo largo de poco más de doce horas, pero que abarca toda una vida, la de Billy Tyler, un policía inglés al que se le encarga la misión de custodiar el cadáver de una mujer, Myra Hindley, acusada de haber matado a un buen puñado de niños durante los años setenta, junto a su pareja.
Durante el tiempo que dura la vigilancia en el interior del depósito de cadáveres de un hospital, Billy da un repaso a su vida. Su mujer, Sue, le ha pedido que por favor no acepte la misión, que se excuse diciendo que está enfermo. La proximidad de Myra, piensa ella, no puede acarrear nada bueno: como si el mal pudiese contagiarse, como si la mera vecindad de una asesina muerta fuese a provocar una reacción perniciosa a todo aquel que esté al alcance del mal que irradia. Sue no deja de tener razón. Al menos en el caso de Billy, pues al poco de hallarse en el depósito, los recuerdos que acuden a su mente dejan de ser placenteros y adquieren en cambio una sordidez que lo desconcierta al principio, pero que, quiera o no, es consustancial a los hechos de los que fue protagonista, testigo o víctima. Nadie está libre de pecado. Nadie puede asegurar que algún día no sea objeto del mal. Los distintos personajes que desfilan ante el lector son una cosa u otra, pero nunca neutrales. ¿Existe la bondad absoluta? Acabada la novela, la respuesta es que no. Ni siquiera la hija de Billy, Emma, aquejada de síndrome de Down, queda libre de sospecha. Sus deseos son órdenes. Su modo inconsciente de actuar genera dolor. Su enfermedad, desesperanza. Sue, su madre, teme el mal de Myra, pero tal vez porque ella misma, a su pesar, es un instrumento del mal: quiere a Emma tanto como la odia, y Billy lo sabe.
El autor de Muerte de una asesina es Rupert Thomson.
domingo, 20 de diciembre de 2009
Hermanas y libro
La lectura como luz que nos guía a través de los vericuetos de la existencia, una luz a la que en muchas ocasiones nos acogemos atemorizados porque lo que nos rodea nos parece feo, obsceno o tenebroso. Abrir un libro es acceder a otra vida mejor, una ventana a través de la cual se puede huir hacia espacios sustentados en palabra que no son las nuestras, las que se pronuncian en casa o en la calle, o entre los muros de la escuela. Las niñas del cuadro acaso van a la escuela y hace muy poco que han llegado. Ambas tienen una expresión relajada, un poco cansada tal vez, como si luego de soltar los libros hubiesen tenido que realizar alguna labor en la casa. El pelo suelto de la mayor sugiere que ha estado moviéndose, puede que acarreando algún peso. O posiblemente hayan estado jugando un rato antes de acogerse a este lugar en penumbra que es probable sea una biblioteca. La biblioteca del padre. No vemos más libro que el que la niña tiene en sus manos. De él brota una luz blanca que ilumina su rostro y el de la niña a su espalda que, apoyada en el respaldo de la silla, lee las mismas palabras que su hermana. Difícil saber de qué historia se trata. Ambas están muy concentradas, olvidadas del silencio en torno, de las paredes a su alrededor oprimiéndolas. Están y no están. Han saltado por la ventana del libro y huyen, huyen por los jardines de un palacio más allá del confín que marcan las propias palabras, las que comparten con quienes miran de frente el agua atlántica y el Asia inconmensurable. Hay alfombras que vuelan en él, y príncipes a lomos de un caballo blanco, y un gorjeo continuo de pájaros que las hechizan, que las deslumbra y embellece…
lunes, 14 de diciembre de 2009
La nube de smog
En La nube de smog, de Italo Calvino, el protagonista llega a una ciudad del norte de Italia, cubierta por una espesa capa de contaminación que lo impregna todo, y siente que ese es el lugar que le corresponde, pues lo embarga una tristeza gris, pegajosa, de la que en el fondo no quiere desprenderse. Ha sido contratado como redactor de una revista, La Purificación, dirigida por el ingeniero Cordà. La revista está especializada en el estudio de la contaminación atmosférica y en cómo luchar contra ella. Pero es solo una tapadera. El ingeniero Cordà participa, como propietario o inversor, en varias empresas causantes de esa nube de smog que cubre la ciudad, y que la hace inhabitable y fea. Su actitud es de un cinismo desvergonzado, y sin embargo se siente orgulloso de su labor, pues es el único empresario que, siendo culpable de la situación, invierte parte de sus ganancias en la búsqueda de un remedio para el mal que él mismo genera. El protagonista tarda en darse cuenta de esto. Pero cuando se entera, parece no importarle gran cosas. Él hace su trabajo, cena en un restaurante que se halla en la planta baja del edificio donde se aloja y, tumbado en su cama, siempre cubierta de una fina capa de polvo negro, lee los escasos libros que ha transportado en su maleta. Nada se nos dice de un pasado que, no obstante, irrumpe en su presente cuando una mujer bellísima, Claudia, su novia, logra dar con él, pese a las medidas de éste para evitar el reencuentro. Ella pertenece a una clase social más elevada, gusta de caprichos exquisitos, come en los mejores restaurantes, y es llevada y traída en los coches más caros. Nada de eso puede darle él, mero empleado en una revista de la que nadie compra un solo número.
Pese a haber sido publicada en 1958, La nube de smog, leída hoy, es de una actualidad abrumadora. En pleno debate sobre el futuro de nuestro planeta, amenazado por un smog no solo hecho de humo contaminante, leer una novela de estas características reconforta porque es un discurso el suyo que pareció nacer en el mismo instante en el que una chimenea industrial empezó a escupir la suciedad que, sumada a la de miles y miles de chimeneas que salpican nuestros paisaje urbano, ha traído estos lodos en los que chapoteamos todos. El final se nos antoja esperanzador cuando, en una excursión que lo lleva a las afueras de la ciudad, el protagonista descubre la ocupación de aquellos que viven en el extrarradio, que no es otra que lavar la ropa de quienes habitan sus calles infectas, y cubrir los prados de sábanas y ropa interior blanca, como parásitos expurgando la piel de un rinoceronte.
miércoles, 9 de diciembre de 2009
La viuda Couderc
George Simenon acostumbra retratar personajes profundamente humanos. Pueden resultarnos desagradables o antipáticos, primitivos o despóticos, pero poseen la capacidad de emocionarnos pese a no estar de acuerdo con sus actos. La viuda Couderc es una mujer que se aferra a lo poco que tiene y está dispuesta a luchar por ello con todas sus fuerzas. Desde los catorce años ha tenido que sufrir las humillaciones de una familia que la ninguneaba, los Couderc; pero al casarse con el primogénito y morir éste, es la heredera legítima de una casa, de unos campos de cultivo y de animales bastantes como para producir un excedente con el que puede comerciar. Sus cuñadas pretenden arrebatarle lo que ella considera suyo. La apoya su suegro. Éste, a cambio, recibe favores sexuales de su nuera Tati, que es el nombre de la viuda: mujer de cuarenta y cinco años, poco agraciada físicamente, pero cuya vitalidad se contagia a cuanto ser viviente la rodea. El viejo vive feliz. Cuida de un par de vacas, fuma al sol y, si la noche se presenta propicia, goza de las carnes tibias de quien lo acoge y protege. Es un tacto tácito y beneficioso para ambos. Roto éste, la desgracia se cierne como un buitre voraz sobre la casa en discordia.
Jean, por su parte, mató a un hombre y ha pagado por ello. Decide ser criado en casa de Tati, a la que casualmente conoce en el autocar que la traslada del mercado a su parcela. Jean tiene pasado, que iremos conociendo conforme avanza la historia, pero no futuro. Esta circunstancia es la que lo mueve a comportarse como lo hace, de manera irreflexiva a veces, pero convencido de que todo lo que decida estará bien. Jean acepta las normas que se le imponen en su nuevo trabajo. Entre ellas, ser amante de la viuda. Nunca ha trabajado en el campo, sin embargo. Pero está contento con cada nueva tarea que aprende, ya sea recoger unos tomates, ya cortar unas hierbas, o bien cuidar de que no falte luz ni agua a la incubadora.
Por último está Félicie, sobrina política de Tati, que se pasea con su hijo de pocos meses a cuestas. Jean se fija en ella. Se convierte en su obsesión. El suyo es un juego erótico en el que prevalecen las miradas. Tarde o temprano, lo saben, ella sucumbirá al acecho al que es sometida. No hay violencia. Todo sucede de un modo natural, primitivo. Todo en esta novela es, a un tiempo, muy humano pero también muy primitivo. Y a Jean le gusta que sea así. No hay lugar al pintoresquismo, ni a la belleza artificial del artista. El mundo en el que sobreviven no es el locus amoenus de los renacentistas, aunque tampoco la naturaleza salvaje de los románticos, es un espacio en el que las pasiones y los placeres sencillos se alternan con la misma fluidez con la que la lluvia resbala por el cristal de una ventana. Por eso mismo, cuando el lector empieza a intuir la tragedia, ésta, si llega, le resulta consecuencia lógica de los hechos. Con todo, la impresión de vacío es absoluta, como si de pronto comprendiéramos que no se puede jugar así con la vida, pues estamos hechos de sangre y huesos, no de trapos y paja.
jueves, 3 de diciembre de 2009
El comprador de aniversarios
Hay novelas necesarias, novelas que reniegan conscientemente del mero entretenimiento y se presentan como vehículo estético para hacer un relato conciso, convincente y emotivo de una historia que no por inventada deja de ser veraz, pues a poco que nos esforcemos habremos comprendido que estos personajes de los que nos habla Adolfo García Ortega existieron realmente, con otros nombres y otra apariencia, pero no muy distinta a como se nos muestran en este libro; no recomendable, por otro lado, para quienes busquen pasar un rato divertido, pues carece de las hechuras de un best-seller, ni su lenguaje pretende la belleza huera de una literatura para el onanismo intelectual; la suya es una prosa eficaz, directa, y lo que cuenta es de una transparencia luminosa, donde hay horror a espuertas, pero también ternura y fragilidad.
La novela tiene como protagonista a Hurbinek, un niño muerto, pero con el que el narrador pretende construir una historia, la de su vida, pues considera que merece tenerla. Hurbinek no es un nombre, es un ruido emitido, casi un estertor, por una criatura que se consume, que ha sido sometida, a lo largo de su corta vida, tres años, a condiciones de lo más adversas. Hurbinek, que en realidad se llama Ari, o al menos ese nombre es el que dice el narrador que le da su madre, sobrevive, junto a un puñado de hombres, al infierno de un campo de concentración nazi, el de Auschwitz. Hurbinek es un niño real, mencionado por Primo Levy en uno de los tres libros que escribió sobre su estancia en el campo. La tregua es su título. Dice de él que, con tres años, su cuerpo apenas si ocupaba el hueco de las dos manos abiertas. Tenía las piernas atrofiadas y le costaba respirar. Cuando los rusos entran en Auschwitz y observan qué crímenes se han estado cometiendo en él, es tal su espanto que apenas si sienten ánimos para ayudar a los pocos supervivientes, cadáveres en vida, a los que el miedo les impide mostrar un mínimo de entusiasmo porque por fin son libres. Hurbinek yace en una manta. El resto de presos judíos cuida de que no sufra más, pero el niño muere. Hurbinek, para el narrador, un español que se dirige a Auschwitz, no se sabe bien a qué, pero que nunca llegará porque sufre un accidente de tráfico, es un símbolo de todos aquellos niños que mataron los nazis. Nada se sabe de ellos. Nacieron para morir a los pocos minutos, a las pocas horas; los más afortunados, a los pocos días o semanas. ¿Qué otra cosa puede hacer por ellos, mientras se halla hospitalizado en un centro médico de Frankfurt, que hablar de este niño, mencionado brevemente en una obra escrita por un judío que con el tiempo sería uno de los personajes más representativos del trágico siglo XX, y comprarle aniversarios? Porque el título de la novela obedece a una voluntad firme: hacer de la vida que no tuvo Ari un homenaje a todas las criaturas que fueron asesinadas antes que él. Y lo consigue, a mi parecer, sin recurrir al sentimentalismo fácil, con un estilo notarial a veces, tanto más efectivo cuanto más fría resulta la enumeración de atrocidades, pero nunca distanciado, nunca falto de humanidad.
Imprescindible novela, autor magnífico, del que acaba de publicarse un nuevo título muy alabado: El mapa de la vida, sobre los atentados del 11-S en Madrid. El capítulo VI de la presente se inicia así: Es imposible no pensar en los niños a quienes mataron los nazis, ni en los modos tan crueles y salvajes cómo lo hicieron. Y es imposible no estremecerse, si se saben. Al pensar en Hurbinek, al crear el universo de Hurbinek, es imposible también abstraerse de que, como él, hubo miles, cientos de miles de niños, judíos y no judíos, aplastados por la vorágine criminal de los alemanes.