viernes, 25 de septiembre de 2009

Torquemada en la hoguera


Francisco Torquemada es un avaro extremo, un tacaño de dimensiones dickensianas, prestamista y administrador de rentas, todo uno, acumulador voraz y viudo, padre de dos hijos sobre los que ha depositado una magra esperanza porque sigan sus pasos, pues la una tiene novio formal y pronto vida autónoma, y el otro es un genio, un dechado de sabiduría, un niño prodigioso al que no se le ocultan los misterios de la matemática y aun los de la naturaleza. Torquemada ama profundamente a su hijo. Torquemada el Peor, lo apodan; ante su mucho saber y buen entendimiento, el de Vicentito, se emboba y ablanda. Mayor bien no ha podido darle Fortuna. Todo es poco para el niño sabio, para el caballerete insigne que deja con la boca abierta a cuanto maestro se le pone enfrente.

Benito Pérez Galdós parece narrar de primera mano. Es la sensación que se tiene al iniciar cualquiera de sus novelas, ésta entre tantas. Galdós actúa omniscientemente, pero no como un dios ubicuo y titiritero, lo hace como si tratara o hubiese tratado a sus personajes de tú a tú. Es el cronista chismoso y crítico de una comunidad de vecinos de la que él forma parte, con la que se puede medir a su misma altura, y de la que conoce miserias y virtudes, mezquindades y hechos gloriosos. Galdós cuenta, y lo hace con las piernas bajo el cobijo de una manta algo raída y la espalda apoyada en el respaldo muelle de un sillón con orejeras. Sus historias suenan a confidencia, a rumor cierto, a “dicen que tal o cual ha hecho o dicho”; modo antiguo de contar empapado en realismo, rico en giros y términos populares, que le valieron sin embargo el desprecio de los altivos, de los que no parecen desprender el mismo tufo que el resto.

Galdós hace de Torquemada un retrato, casi un esperpento, no exento de conmiseración cuando Valentín, el hijo del “fogonero de vidas y haciendas”, cae en cama muy enfermo, y aquél, cobarde, incapaz de sufrir en casa las acometidas de la fiebre y el dolor, huye en busca del perdón de las mismas gentes que hasta ahora, mientras la salud del chiquillo era buena, vivían bajo el peso de sus deudas para con el monstruo. No obstante, y pese a la aparente piedad del narrador hacia su criatura, que lo acompaña en su peripatética busca, será la vieja ama que ha cuidado durante años de su esposa e hijos, quien ponga los puntos sobre las íes y actúe como espejo ante aquel que pretende ocultar su ser vil bajo la capa de una misericordia impostada.

Curiosa novela esta, corta en relación con otras del mismo autor y de protagonista no femenino, primera de un ciclo que se aparta de aquellas en las que Galdós ya vació su saber narrativo.

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