Muerte en Estambul es varias cosas a la vez: es una novela policíaca, puesto que se persigue a una asesina que mata a sus víctimas envenenándolas con una tarta de queso entre cuyos ingredientes se halla una buena porción de pesticida; es una novela de costumbres, en la que se nos detalla, con un tono humorístico que huye de lo grosero o de lo predecible, la relación marital entre Kostas Jaritos, miembro y comisario del cuerpo de policía de Atenas, y su esposa Adrianí, de fuerte carácter y chapada a la antigua; y entre ambos y su hija Katerina que, en vez de casarse por la iglesia, que es lo que se espera de ella, lo hace por lo civil, pese al disgusto de las dos familias implicadas; es, además, una novela histórica en la que se nos cuenta la difícil relación existente entre Turquía y Grecia, en concreto entre Turquía y la comunidad griega que reside en Estambul, supervivientes de un trato vejatorio por parte de las autoridades que condujo a la mayoría al destierro o a la total ruina moral y económica; y, por fin, es una novela de viajes, ya que siguiendo al comisario (que, junto a su mujer, se ha cogido unos días de vacaciones para recorrer el país vecino), somos partícipes de su maravilla ante una ciudad exuberante en la que conviven razas y religiones bien distintas, a la que los griegos siguen llamando Constantinopla.
Puede, sin embargo, que Muerte en Estambul sea algo más, y seguramente algo menos; de lo que no carece es de calidad literaria, pues siendo tantas cosas, todas ellas se subordinan a la trama policial que le sirve de tronco sin que el lector llegue a perderse nunca. Dicha trama actúa como uno de los dos puentes que cruzan el Bósforo y que unen a la ciudad dividida. La historia de María Jambu, mujer anciana y gravemente enferma, que antes de morir decide despedirse de cuantos la hicieron dichosa un día, pero también de quienes la maltrataron, sirve de costura a esas otras novelas que avanzan a su mismo paso, que ven bañada su margen por las mismas aguas negras de la codicia y la maldad y la muerte.
El personaje más interesante, a mi parecer, es el policía turco que acompaña a Kostas Jaritos en sus pesquisas. Nacido en Alemania, el comisario Murat comprende mejor a la minoría griega residente en Estambul que el propio Jaritos, debido a que él mismo ha sido parte de una minoría en un país occidental y ha sufrido los mismos desprecios y las mismas incomprensiones que algunos de los personajes que cuentan desde el rencor lo que perdieron y lo que jamás han llegado a recuperar, y que son parte de esos cientos de griegos que, como el mismo Petros Márkaris, vieron la luz en Constantinopla y que, pese a las calamidades, decidieron no regresar a Grecia y continuar resistiendo en la que ellos creen que es su tierra. Novela, pues, interesantísima no tanto por el placer estético que procura y la diversión inherente al género al que pertenece, sino por el material antropológico de fondo que la sustenta.
Dada la abundancia de novela negra y policíaca nórdica que tanto está dando que hablar, conviene recordar que a orillas del Mediterráneo unos pocos autores han logrado producir un número considerable de novelas policíacas excelentes, y con cuyas historias, aun siendo parte de esta cultura a veces excesiva y banal, resulta fácil identificarse.
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