Con la rutina del trabajo he retomado las lecturas en el tren. A la hora que lo cojo, lo habitual entre los pasajeros es dormir, escuchar música a través del ipod o el móvil, conversar en voz baja, mirar hacia el mar cómo amanece o, en invierno, intuir el latido sombrío de sus aguas. Yo prefiero leer. El trayecto son 35 minutos entre la ciudad donde vivo y el pueblo en el que trabajo. Tiempo suficiente como para avanzar dos o tres capítulos de una novela. Hay lectores a los que les molesta estar rodeados de otras personas mientras intentan concentrarse en las palabras del libro. En mi caso no es así. Leer en el tren, o en una cafetería, o sentado en el banco de un parque, a la sombra de un plátano, los considero placeres que se añaden al de la simple actividad de leer. Por eso, empezar el día bajo la lluvia de palabras escritas por un autor que te guste, del que sabes que vas a extraer una enseñanza, un modo distinto de ver el mundo, es un deleite sumo; y si, cuando cierras el libro llegando a la estación de destino, puedes ver algo del espectáculo que nos ofrece la salida del sol, el inicio de la jornada podrá ser mejor otra mañana, pero ni mucho menos igual, porque ese instante es único.
jueves, 10 de septiembre de 2009
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