viernes, 12 de junio de 2009

La tercera virgen


Cuando el lector abre una de las novelas clásicas del género negro (las de Hammet, las de Chandler, las de Macdonald, por mencionar a tres grandes del siglo XX), sabe que lo que va a encontrar es un retrato turbio de la sociedad en la que fueron escritas, donde personajes atormentados sobreviven al albur de pasiones que no logran controlar y son su condena. La etiqueta de novela negra aplicada a estas obras es un preludio de lo que el lector va a encontrarse, de lo que quiere encontrarse en ellas: el retrato minucioso de un submundo que es cimiento de ese otro lleno de luz, el que aparece en el papel satinado de las revistas o es portada de los periódicos. No ocurre así cuando se está delante de una novela de Fred Vargas. Fred Vargas huye de los estereotipos del género. Fred Vargas posee una imaginación que la capacita para ir más allá del mero argumento detectivesco. Sus historias parecen extraídas de un lugar de su conciencia en el que la realidad es sometida a un centrifugado intensivo. Lo que sale de ahí no se parece a nada. Los hilos que las sostienen rozan lo absurdo, pero sin ellos todo se vendría abajo. Tal ocurre en La tercera virgen. A sus personajes los impulsa un picor. Un picor insoportable, un picor que persiste aun cuando el tiempo ha pasado. El comisario Adamsberg ha comprado una casa. Tiene por vecino a un viejo español al que le falta un brazo. Lo perdió en la guerra, la Civil. Ésta lo llevó a exiliarse en París tras la derrota. El picor en ese brazo que no tiene continúa igual. El viejo rasca en el vacío y siente alivo. Otros personajes buscan desesperadamente el modo de rascarse el picor y no consiguen mitigarlo, ni siquiera son capaces de hallar el punto exacto en el que empezar a frotar. Son personajes atormentados por el recuerdo: Veirenc, un nuevo miembro en la brigada que comanda el comisario Adamsberg, empeñado en conocer la identidad del chiquillo inmóvil bajo el árbol; el asesino, que busca el modo de reunir los ingredientes de una mixtura con la que poder vivir eternamente, y de paso vengarse de quien más odia: Jean-Beaptiste Adamsberg; el comisario, que desea recuperar el amor de su esposa, y cuya ausencia le pica y le hace sufrir.

Hay un momento en la novela que por su surrealismo, por su sentido del humor desopilante, hace que merezca la pena leerla, y es cuando Adamsberg manda seguir a un gato a lo largo de treinta y ocho kilómetros en busca de una de sus agentes, valiéndose para ello de varios coches de policía y un helicóptero conectados por gps a un transistor que han colocado al felino. Lo más sorprendente es que la escena funiona, sobre todo por el contraste que supone esa búsqueda desesperada, pero también ridícula, a expensas de un gato perezoso, y lo que sucede desde el momento en que es hallada la agente y el final de la novela, cuando los personajes mencionados más arriba empiezan a rascarse aliviados o bien se les intensifica el picor. De la capacidad de ese gato para seguir el rastro de la persona hacia la que siente una pasión absoluta, depende no solo la vida de esa persona, sino la resolución de un caso que Fred Vargas ha montado sobre un material muy poco corriente en la novela policiaca y negra, y en el que tiene gran importancia el hueso peneano de los gatos, el que tiene el cerdo en su morro, o en el corazón el ciervo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario