sábado, 20 de junio de 2009

La casa de Bernarda Alba


Lectura con los ojos

Es evidente que una obra de teatro se escribe para ser representada sobre un escenario.También lo es que si no tienes modo de acudir a un teatro, o porque la entrada es muy cara, o porque el más próximo al lugar donde vives nunca recibirá la visita de una gran compañía, entre otros muchos motivos, la lectura de la obra puede suplir esa carencia, aunque de un modo imperfecto. Leo La casa de Bernarda Alba. Me estremecen los diálogos de esos personajes que acumulan odio y frustración y miedo. Y me pregunto en qué medida las actrices que les den cuerpo serán capaces de avivarme las sensaciones que experimento ahora. Leo La casa de Bernarda Alba porque en pocas horas veré La casa de Bernarda Alba. Ejercicios complementarios ambos. Leer la obra con los ojos y a seguido con oídos, ojos, olfato… La Sardà y la Espert. Poncia y Bernarda en carne y hueso, en voz y sangre. Cómo recitarán el verbo de Lorca, cómo expresarán la violencia, cómo el fuego reprimido que las quema por dentro, que las consume. Me pregunto qué final del primer acto me deparará la función. La madre de Bernarda aparece adornada con flores en la cabeza y en el pecho. Quiere salir de esa casa enlutada para casarse con un “varón hermoso de la orilla del mar”. Es una mujer viejísima que ha perdido el juicio, y que por ello mismo, libre de tabúes e hipocresías, expresa lo que sus nietas no se atreven. “¡Encerradla!”, grita Bernarda. El imperativo concentra la atmósfera que se respira entre esos muros. Fuera hombres, fuera alegrías, fuera todo color que no sea el negro. Penitencia, luto, penumbra… Ordeno y mando.

Lectura con los ojos y los oídos

Dos momentos especialmente poéticos, en mi opinión, son aquellos en los que precisamente aparece María Josefa, la madre de Bernarda. Lleva el pelo suelto, melena blanca y desgreñada, y se ha ajustado un corpiño. Va descalza. Vive encerrada en una habitación y huye porque piensa casarse. Sus cinco nietas la miran, su hija, las criadas, sin acercarse a ella. Escuchan lo que dice con manifiesto desdén. Es una loca. Pero en el fondo sus palabras les hacen daño. Como los niños, María Josefa no tiene por qué ocultar nada. Expresa lo que siente, lo que sienten. Con qué pasión expone su deseo: “¡Bernarda, yo quiero tener un varón para casarme y para tener alegría!”, mientras se lleva las manos al vientre. “¡Quiero irme de aquí, Bernarda! A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar.”

El segundo momento, de noche: María Josefa aparece con un cordero en brazos. Es su niño de pelo blanco, como el de ella, un niño que se multiplicará igual que las olas, “una y otra y otra”. La escena tiene dos personajes (tres si contamos el cordero): ella y Martirio, acaso la que más sufre de las hermanas, la tullida, la que por envidia conduce al desastre que ya está anunciado. Esa vieja descalza impresiona al espectador-lector porque, aun estando loca, su lengua expresa una verdad sin tapujos, enmascarada tras el velo del delirio, que es poético y locuaz a un tiempo.
Bernarda cree en su verdad, la única e inconmovible verdad. Nuria Espert le aporta dureza de pedernal al personaje. Rosa María Sardà, a Poncia, humor de campesina cínica, que sabe y oculta, que consuela y ofende, siempre entre dos orillas; la más humana de cuantas mujeres desfilan por el escenario, que es patio andaluz y prisión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario