martes, 8 de febrero de 2011

El candelabro enterrado


Setefan Zweig, al que he dedicado, con ésta, tres entradas en poco tiempo, sigue deparándome sorpresas y satisfacciones a partes iguales. La presente novela se distancia de las dos anteriores en cuanto a la temática y al marco en el que sitúa la acción. Nos hallamos en el año 455, en Roma, cuando los bárbaros hacen una de sus incursiones a la capital del Imperio, otra más después de que Alarico haya arrasado la ciudad, y saquean templos y casas particulares, arramblando con todo aquello que consideran de valor. Entre los objetos más preciados se encuentra el candelabro del título, que no es otro que la menorá, el candelabro de siete brazos símbolo de los judíos que, robado a su vez por los romanos del Templo de Salomón, se hallaba hasta ahora en posesión del emperador Máximo. La comunidad judía, al enterarse de lo sucedido, reacciona sin saber muy bien qué hacer, viendo cómo su objeto más preciado les es arrebatado de nuevo, aun a pesar de que no es materialmente suyo. El consejo de ancianos, sin embardo, decide seguir a las hordas vándalas en retirada hacia el puerto de Roma. Uno de ellos, a fin de que sea testigo de lo que van a hacer en defensa de su símbolo, despierta a su nieto de siete años y lo lleva consigo. Los viejos y el niño caminan durante toda la noche hasta llegar al mar, ya de mañana, y contemplan impotentes cómo la menorá es arrastrada por el barro y luego cargada en el barco sin ninguna contemplación. Será el niño, luego de que el anciano más sabio le haya estado instruyendo sobre la importancia del candelabro para el pueblo judío, el elegido por Dios, quien intente arrebatarlo inútilmente de manos del esclavo que lo carga a su espalda. La consecuencia de tal atrevimiento es que el niño se rompa el brazo, quedándole para siempre inservible, recuerdo doloroso de lo que sucedió aquella noche. La novela, pues, recoge un episodio crucial para la historia de occidente, pero sobre todo para la historia de los judíos, que, conforme se suceden los años, advierten que Dios, tal vez de modo inmerecido, los somete a pruebas que van más allá de su comprensión. Benjamín, que es el nombre del niño, y más tarde anciano patriarca, testigo único de aquel acontecimiento infausto, arrastrará toda su existencia con ese peso, obligado, a cuantos quieren conocer la historia, a contar lo ocurrido una vez y otra; una obligación que va más allá de la memoria y la palabra, que se extiende a la acción en el momento en el que la comunidad, después de tantos años, se entera de que el candelabro ha sido quitado a los bárbaros, que lo tenían en Cartago, y se halla ahora en Bizancio en manos de Justiniano, el Emperador.
La historia que nos cuenta Zweig centra su atención al cabo en el personaje central, Benjamín, y nos detalla, con la minuciosidad con que lo hace en sus otras novelas, el padecimiento de este hombre escogido, no se sabe bien por quién, si por Dios o los hombres, para preservar un objeto escurridizo. En cierto momento, para él, que es un anciano sin apenas fuerzas, cansado de que sea visto como una suerte de embajador, esta carga que sostiene se le antoja una condena. Pese a ello, hará lo imposible por llevar a cabo lo que le fue encargado desde tan pequeño, aun a riesgo de perder la vida y la fe en ello. Lo cierto es que leyendo este libro uno acaba obteniendo una información impagable del alma y del pueblo judíos, y entiende ciertas actitudes observadas en otras novelas que los tienen como protagonistas, ya sea para ensalzarlos o criticarlos. El candelabro enterrado se sitúa, así, en esa tradición tan enriquecedora, en la literatura de occidente, de los escritores de origen hebreo que a lo largo del siglo XX fueron dejando constancia de sus impresiones sobre la religión que les tocó en suerte. Zweig, este acercamiento lo hace de una manera diría que respetuosa, pero con un transfondo crítico a través de esa figura impresionante, la del viejo Benjamín esforzado por lograr lo que todos esperan de él, que la menorá regrese al sitio de donde fue robada hace cientos de años, a un Templo levantado de nuevo sobre una tierra que consideran sagrada. Porque una vez conseguido ésto, la propia inercia que implica una fe reforzada hará que el pueblo diseminado por el mundo regrese al hogar en torno al candelabro sagrado que da título a la historia. Pero no siempre, según sabemos, los augurios se cumplen.

2 comentarios:

  1. Es una historia atractiva que me imagino que en manos de Zweig será redonda. Como tú, ando descubriendo los placeres de leer a este autor y asombrándome con cada descubrimiento. De hecho este libro lo tengo, pues lo encontré en los encantes, y con lo diminuto que es no tardaré en saborearlo. Un saludo.

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  2. Saborearlo es un buen verbo para Zweig. Sus novelas son como licores que nos acaban embriagando. Descubrirlo ha sido todo un placer.

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