martes, 4 de enero de 2011
Pequeño teatro
Pequeño teatro es una novela extraña. No me ha sido fácil entrar en ella. La culpa no se debió a que tenga un estilo complejo, que no lo tienen, ni a que trate temas elevados de tipo filosófico o moral, que no lo hace; se debió más bien a que las cosas de las que habla son vistas por la narradora de un modo se diría que morbosamente infantil. Uno tiene la sensación, al ir pasando sus páginas, de que quien mira y juzga esta historia es un niño asombrado, un niño sentado en una silla de anea ante un teatro de títeres, con la que no sabe a ciencia cierta qué hacer, si contarla tal cual la ha estado viendo, o bien alabearla a su antojo para de este modo acentuar pasajes o aspectos que le han interesado o maravillado especialmente. Lo que sí está claro es que si se descarta al niño espectador, no por ello los personajes dejan de ser títeres, muñecos desprovistos de voluntad propia en manos de un dios cruel que se divierte enfrentándolos. A Ouiquixa llega un extranjero. Su nombre es Marco, tiene el pelo muy rubio, casi blanco, y la piel de un moreno aceitunado. Este Marco es un ser peculiar, un ser que se empeña en ver la realidad transformada y en que los demás la vean igual. Ilé Eroriak, un muchacho con sus capacidades mentales mermadas, es una víctima propicia para quienes no hallan mejor cosa que hacer que molestarle. Ilé Eroriak será una víctima ideal de Marco, que lo convence de ser una persona distinta y especial, un diamante en bruto al que solo cabe limarle las impurezas. Marco engaña a todo el mundo, pero casi todo el mundo está dispuesto en el pueblo a dejarse engañar. No siempre se les presenta una ocasión como la presente para poder tratar a un forastero tan singular como éste que, pese a los agasajos que recibe, desprecia a todas esas familias acomodadas que habitan en Kale Nagusia. Representan la hipocresía, la ambición, la religiosidad mal entendida. Sólo se salva Zazu, la joven Zazu, que no obedece normas, nada dispuesta a dejarse sucumbir bajo el influjo del amor. Para Marcos será un reto lograr que Zazu le siga el día que un velero venga a buscarlo. Él dice venir de una isla en el norte de Europa, y hacia allí partirá el día que un marino portugués acuda a recogerlo en Ouquixa. Con esta promesa alimentará el deseo de Ile Eroriak, pero también debilitará los cimientos sobre los que Zazu asienta sus certezas. Alrededor de estos tres títeres indecisos, que viven atormentados por la palabra, se mueven otros secundarios igualmente perplejos, que verán la ocasión de alimentar sus propias miserias. Todo ello representado en los breves límites de un teatro para marionetas, y entre los espectadores ese niño del principio. Esta idea del niño la refuerza el estilo poético que usa Ana María Matute. Consigue una visión de la realidad cuyo único referente no parece ser el mundo existente, sino otro que, paralelo, pasa antes por el cedazo de su fantasía. Eso la hace distinta a los autores de su generación, pero también peculiar respecto a los autores que la han sucedido hasta hoy. Ana María Matute es una rara avis, un ejemplar de creador literario que se mueve en las mismas coordenadas que un Álvaro Cunqueiro o un Joan Perucho. En esta obra, Pequeño teatro, su contención imaginativa, sin embargo, es evidente, y habrán de pasar unos pocos años antes de que la autora dé rienda suelta a los caballos que de vez en cuando asoman sus orejas por estas páginas. Con ellas ganó el Premio Planeta de 1954. Me han comentado, con todo, que la mejor de sus obras es Paraíso inhabitado, de 2008, y no dudaré en hacerme con ella.
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