Pocos libros tienen tras de sí una carga mítica como el presente. Y pocos, como El guardián entre el centeno, resisten las malas críticas tan mal, pues sus incondicionales lectores son tantos que cualquier opinión adversa supongo que quedaría acallada enseguida por un alud de protestas en contra. La novela la tenía guardada desde hace tiempo, exactamente desde el año 1989. Hace, pues, veintidós que convive con otros muchos volúmenes que sí han ido pasando por mis manos. Supongo que inconscientemente me he estado resistiendo a zambullirme en sus páginas por miedo acaso a no saber encontrar en su historia el cebo que tantísima gente ha picado. Haberme decidido ahora no responde a ninguna causa concreta. Se trata más bien de un arrebato. De un arrebato gozoso, eso sí. Tenía varias posibilidades, y ésta la tomé movido por algo tan simple como que mi edición es la de Alianza, y hacía ya algún tiempo que no leía ningún libro editado por Alianza, cuando son muchos los títulos que tengo de su colección de bolsillo que son como tachuelas en la madera del tiempo, inolvidables historias y autores que relaciono con buenos y ya pasados momentos de mi vida. Lo curioso de este volumen es que, al contrario que el resto de la colección, carece en su contraportada de una breve reseña de la obra. Tampoco tiene una de las famosas ilustraciones de Daniel Gil. Lo llamativo del mismo es el color dorado de su cubierta, color que recuerda al del centeno en sazón. El lector que lo tenga en sus manos, que no sepa quién es J. D. Salinger, ni conozca nada sobre Holden Caulfield, podrá iniciar su lectura sin prejuicios y degustarla en su justa medida. Cosa nada desdeñable teniendo en cuenta el autobombo que acostumbran practicar las editoriales con los libros que publican, con independencia de si tienen o no calidad literaria.
Me pregunto qué impresión me habría causado la historia de Holden de haberla leído a su misma edad. Presumo que bien diferente a la que he tenido ahora, y en absoluto semejante a a la de los lectores que a principio de los cincuenta del siglo XX pudieron adquirirla sin conocer nada de su autor. La trama es bien simple: Holden Caulfield, alumno en la escuela Pencey, es expulsado de la misma poco antes de las vacaciones de Navidad. Holden no quiere que sus padres se enteren de la expulsión para evitarles un disgusto. Lo esperan el miércoles, pero él debe dejar el colegio un sábado, por lo que dispone de varios días por delante antes de regresar a casa. Lo que decide hacer es viajar a Nueva York en autocar, y una vez allí, con el dinero que tiene, sobrevivir en algún hotel hasta el día previsto para su vuelta. Durante esos días vivirá una serie de experiencias que lo reafirmarán en su idea de que la realidad es agresiva y estúpida, y donde los niños son las víctimas propicias que en cualquier momento pueden ser aplastados por la bota de la ignominia. Hay una escena, casi al final del libro, cuando Holden habla con su hermana Phoebe, en que el título de la novela cobra sentido y también la actitud que a lo largo de la misma ha tenido el personaje. Dicha actitud no siempre responde a razones lógicas para el lector. Es posible, incluso, que provoque en algunos casos cierta repulsa. No obstante, cuando dice que a veces sueña que está en un campo de centeno junto a un acantilado, y que en ese campo juegan niños pequeños, inconscientes del peligro que corren, por lo que él actúa de guardián para que no se acerquen y caigan, la ternura con que uno imagina que pronuncia esas palabras hacen que el lector se reconcilie, si es que alguna vez ha dejado de resultarle simpático el personaje, con su modo de entender las relaciones. No hay que negarle a Holden Caulfield una capacidad innata para irritar a cuantos le rodean. Y es que su modo de actuar noble, sin tapujos, no encaja en una sociedad donde prevalece el valor del dinero (caso de su hermano D.B., buen escritor que ha preferido prostituirse en Holliwood como guionista de películas) y del sexo (Stradlater o el señor Antolini son buena muestra de ello), donde los muchachos que viven internos en Pencey se hacen la puñeta unos a otros sin importarle gran cosa las consecuencias de su crueldad. La sinceridad que se aprecia en el personaje al la hora de narrar lo que le ha sucedido, cómo describe el amor que profesa a su hermana Phoebe, la pena que siente ante determinados acontecimientos, la manera irracional con que fuma un cigarrillo tras otro, hacen de él un tipo al que uno le gustaría echar una mano, darle un par de consejos aun a riesgo de que le mandase al cuerno.
Resulta curioso, a modo de conclusión, que apenas si aparecen personajes adultos y, cuando aparecen, es para sermonear o hacer daño a Holden. Eso lo hace un ser frágil, que camina por una cuerda floja, en busca de un clavo ardiendo al que aferrarse, cuyo único apoyo lo encuentra en Phoebe, un ser aún puro, uno de esos niños que corre entre el centeno maduro sin pensar en el vacío próximo al que pueden caer. Si llegan al final del libro, comprenderán que en alguna ocasión tal vez hallamos sido un poco como Holden, pero que nunca hemos podido o querido actuar como él por miedo al fracaso. Leer su historia es una buena ocasión para recuperar la inocencia perdida, aquella en la que ser héroe no consistía en ser más fuerte, consistía es ser consciente de tu debilidad como niño y disfrutarla.