jueves, 21 de octubre de 2010

Los disparos del cazador


Hurgar en la herida de los recuerdos. Eso es lo que hace Carlos, el protagonista de esta breve novela de Rafael Chirbes. A este autor lo había descubierto hace tiempo, pero a raíz del ensayo del que trato en la anterior entrada, me he visto en la obligación moral de releer dos de sus obras, que son las dos que poseo, la primera Los disparos del cazador. Lo que nos propone Chirbes con este viaje al pasado de un hombre solo, de un hombre que observa cómo se le va la vida sin remedio, es la autopsia de esa misma vida que huye. Carlos vive en la casa familiar al cuidado de un criado, cuya fortaleza física es causa de su envidia y de su admiración. En sus horas de insomnio, Carlos mete el dedo en la llaga del pasado y busca qué decir para explicarse su situación actual, y ese sentimiento de culpa que no menciona, pero que se intuye en cuanto dice. El pasado no es otro que ese periodo inmediato a la Guerra Civil, en el que mientras unos gobernaban con mano dura un país devastado, otros se llenaban a manos llenas los bolsillos. Carlos es uno de los que, en una sociedad hipócrita que premia a quien ha sabido ver la oportunidad de hacer negocios, fraudulentos o no, asciende económica y socialmente. Hijo de un contable, logra hacerse un hueco en la empresa en la que trabaja y, gracias a la amistad que mantiene con el hijo del propietario, Manuel, al que acompaña, lee y hace de chófer, puesto que éste no puede hacerlo por sí mismo, conoce a su hermana Eva y se casa con ella. Ninguna de las familias está de acuerdo con la boda. Es necesario un cambio, empezar de cero, sin ayuda de nadie. La joven pareja se traslada a Madrid e inicia una nueva vida desde la nada absoluta, pero con la intención de superar las adversidades cuanto antes. Lo importante es conseguir ayuda y consejo de quien puede dártelos. Lo que suceda después dependerá del grado de vulgaridad con el que uno afronte el destino.

El tema de la vulgaridad no es baladí en la novela. Eva, la esposa de Carlos, se escudará tras una pátina de exquisitez cultural y social, y todo cuanto huela a vulgar o suene a vulgar, no tendrá cabida en su órbita. Esta situación ahoga a Carlos. Él sí necesita mancharse las manos, él sí se ve obligado a buscar donde aplacar unos deseos que son sexuales, pero que tienen que ver también con la carencia de una realidad que no sea la aséptica que se le ha impuesto en casa. Carlos tendrá amantes, Carlos viajará por negocios, Carlos cederá ante la insistencia de su esposa de que su hijo estudie en un colegio francés. Rafael Chirbes posee la envidiable virtud de, con recursos que se nos atojan esenciales, reproducir un mundo complejo, ubicado en el mapa del alma. Su prosa alcanza el acierto de mostrarnos la verdad de un hombre sin necesidad de moralina alguna por parte del propio narrador. Éste expone, nos abre el abanico de fotografías que conforman su vida y nos da ocasión de conocerlo. Ni juzga ni nos invita a juzgar. Así fueron las cosas, así lo son ahora. Si acaso, a través de él, es posible que el autor nos esté diciendo que las causas de su infelicidad tienen su razón de ser en un estado de cosas, y que ese estado de cosas no es el mejor para que se desarrolle con eficiencia la vida de un hombre y su familia. No podemos negar, disfrazar la verdad, porque del mismo modo que la naturaleza tarde o temprano arrasa aquellos obstáculos que artificiosamente han pretendido someterla, la verdad rompe el velo que impone el disfraz hecho de palabra muerta, de reuniones e idas a conciertos, de rechazo de lo vulgar. Rafael Chirbes ha escrito una novela limpia, como si a fuerza de pasarle un cepillo de carpintero hubiese pulido el material del que está hecha: ni más ni menos que de palabras imprescindibles.

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