En el lento y fructuoso avance por las páginas que reúnen los cuentos esenciales de Maupassant, el siguiente paso me lleva a La chica de Paul, donde el autor vuelve a derrochar sensualidad. A sus personajes, a los de los cuentos que he leído hasta ahora, los mueve la lascivia o se aprovechan de ella. Mientras que en Bola de sebo, los ocupantes de la caravana se sirven de la entrega absoluta y desinteresada de su protagonista para librarse de los opresores, en La casa Tellier la ausencia de las pupilas del prostíbulo provocará entre los habitantes masculinos del pueblo un profundo sentimiento de desamparo. En el presente relato, Paul está muy enamorado de Madeleine. En su relación no hay platonismo, y sí una entrega desinhibida del uno hacia el otro, de tal modo que Paul cree poseer a Madeleine más allá de la pura pasión. Paul pertenece a una familia acomodada, es el hijo del Senador, y si es feliz con Madeleine es porque tal vez ha encontrado en ella lo que una mujer de su misma clase no puede darle, que es amor sin disfraces, pura esencia, animalidad en estado puro. Lo que le ofrece Madeleine llena su vida de tal modo que sin ese combustible todo parece carecer de sentido. Ambos acuden a una fiesta, en una laguna donde hay un café en el que se reúnen hombres y mujeres de la comarca en busca de diversión. La charca de las ranas, se llama el sitio. Cuatro mujeres, famosas por llevar una vida libre de hombres, entregadas sin tapujos a los placeres lésbicos, asoman por el baile. Madeleine es amiga de una de ellas. Madeleine se aburre acompañada de Paul y quiere sumarse al grupo de mujeres. Los celos de Paul van en aumento, le tortura pensar que Madeleine pueda sucumbir a la atracción que irradian los marimachos. Cuento deslumbrante. Cuento cruel, como todos los que he leído hasta ahora de Maupassant, que, sin embargo, no parece sino recoger un pedazo de vida, un hecho de los que puede depararnos el destino a cualquiera de los que nos aproximemos fascinados a ellos. ¿Feminista? Es posible. No conozco qué ideas movían a su autor a la hora de hablar de sexo y de mujeres. Tampoco importa. Se trata de un pedazo de realidad transmutado en palabra en el que Madeleine se rebela contra los celos, que no son más que otra forma de represión, para quien los siente y para quien los provoca. El final es magnífico. La muerte no es más que un suceso infortunado, y la vida sigue para todos.
domingo, 31 de octubre de 2010
La chica de Paul
jueves, 21 de octubre de 2010
Los disparos del cazador
Hurgar en la herida de los recuerdos. Eso es lo que hace Carlos, el protagonista de esta breve novela de Rafael Chirbes. A este autor lo había descubierto hace tiempo, pero a raíz del ensayo del que trato en la anterior entrada, me he visto en la obligación moral de releer dos de sus obras, que son las dos que poseo, la primera Los disparos del cazador. Lo que nos propone Chirbes con este viaje al pasado de un hombre solo, de un hombre que observa cómo se le va la vida sin remedio, es la autopsia de esa misma vida que huye. Carlos vive en la casa familiar al cuidado de un criado, cuya fortaleza física es causa de su envidia y de su admiración. En sus horas de insomnio, Carlos mete el dedo en la llaga del pasado y busca qué decir para explicarse su situación actual, y ese sentimiento de culpa que no menciona, pero que se intuye en cuanto dice. El pasado no es otro que ese periodo inmediato a la Guerra Civil, en el que mientras unos gobernaban con mano dura un país devastado, otros se llenaban a manos llenas los bolsillos. Carlos es uno de los que, en una sociedad hipócrita que premia a quien ha sabido ver la oportunidad de hacer negocios, fraudulentos o no, asciende económica y socialmente. Hijo de un contable, logra hacerse un hueco en la empresa en la que trabaja y, gracias a la amistad que mantiene con el hijo del propietario, Manuel, al que acompaña, lee y hace de chófer, puesto que éste no puede hacerlo por sí mismo, conoce a su hermana Eva y se casa con ella. Ninguna de las familias está de acuerdo con la boda. Es necesario un cambio, empezar de cero, sin ayuda de nadie. La joven pareja se traslada a Madrid e inicia una nueva vida desde la nada absoluta, pero con la intención de superar las adversidades cuanto antes. Lo importante es conseguir ayuda y consejo de quien puede dártelos. Lo que suceda después dependerá del grado de vulgaridad con el que uno afronte el destino.
El tema de la vulgaridad no es baladí en la novela. Eva, la esposa de Carlos, se escudará tras una pátina de exquisitez cultural y social, y todo cuanto huela a vulgar o suene a vulgar, no tendrá cabida en su órbita. Esta situación ahoga a Carlos. Él sí necesita mancharse las manos, él sí se ve obligado a buscar donde aplacar unos deseos que son sexuales, pero que tienen que ver también con la carencia de una realidad que no sea la aséptica que se le ha impuesto en casa. Carlos tendrá amantes, Carlos viajará por negocios, Carlos cederá ante la insistencia de su esposa de que su hijo estudie en un colegio francés. Rafael Chirbes posee la envidiable virtud de, con recursos que se nos atojan esenciales, reproducir un mundo complejo, ubicado en el mapa del alma. Su prosa alcanza el acierto de mostrarnos la verdad de un hombre sin necesidad de moralina alguna por parte del propio narrador. Éste expone, nos abre el abanico de fotografías que conforman su vida y nos da ocasión de conocerlo. Ni juzga ni nos invita a juzgar. Así fueron las cosas, así lo son ahora. Si acaso, a través de él, es posible que el autor nos esté diciendo que las causas de su infelicidad tienen su razón de ser en un estado de cosas, y que ese estado de cosas no es el mejor para que se desarrolle con eficiencia la vida de un hombre y su familia. No podemos negar, disfrazar la verdad, porque del mismo modo que la naturaleza tarde o temprano arrasa aquellos obstáculos que artificiosamente han pretendido someterla, la verdad rompe el velo que impone el disfraz hecho de palabra muerta, de reuniones e idas a conciertos, de rechazo de lo vulgar. Rafael Chirbes ha escrito una novela limpia, como si a fuerza de pasarle un cepillo de carpintero hubiese pulido el material del que está hecha: ni más ni menos que de palabras imprescindibles.
domingo, 17 de octubre de 2010
Por cuenta propia
Hay lecturas que golpean la conciencia, que, cuando las acabas, te hacen considerarlas imprescindibles porque ya no eres igual, o piensas igual, o te ves igual a como eras antes de iniciarlas. Puede parecer exagerado afirmar algo así, pero es sabido que a lo largo de nuestra vida hay experiencias que despiertan un sentimiento o una idea que puede que ya estuvieran presentes pero que permanecían aletargadas, igual que muertas. La lectura de determinados libros supone una experiencia de este tipo, y la de Por cuenta propia, ensayo escrito por Rafael Chirbes, ha venido a corroborar lo dicho: antes de abrirlo intuía determinadas impresiones; después de acabado, tales impresiones se han convertido en certezas, a partir de las cuales mi visión de le literatura ya no es la misma, ni mejor ni peor, distinta y pienso que más enriquecedora. No voy a exponer aquí las ideas que desarrolla Chirbes, si acaso las mencionaré por encima porque no me veo capaz de sintetizar en una entrada lo que el autor desarrolla durante 294 páginas de prosa fluida, uno de los valores nada desdeñables del libro, uno de sus logros. La maestría narrativa de Rafael Chirbes como novelista la ha usado para hablarnos de aspectos que en manos de un filólogo habrían quedado velados probablemente tras una cortina de erudición huera para un lector normal. Muy al contrario, cada uno de los pequeños ensayos o artículos que aparecen aquí recogidos son verdaderas piezas maestras de cómo debe afrontar un escritor su propio oficio, opinando sobre él, defendiendo una ética literaria que después de todo es la armazón que sostiene su obra. La estética de la novela, creo que viene a decir, parte no de una voluntad exclusiva del narrador -que casi siempre desconoce, hasta que no acaba su obra, el tema y el instrumento que usa-, sino de la misma realidad que le sirve de base y de la que él es ingrediente, sujeto sacudido por los avatares del devenir. Al escribir, el novelista organiza el lenguaje de una manera determinada, y esa manera muestra las tensiones que la sociedad implanta en el autor. Cuando Rafael Chirbes decide hablar de un puñado de autores, el criterio que le mueve a espigar entre tantos que han existido, que forman parte de la historia literaria, tiene su razón en lo expuesto (mal) anteriormente, y por eso dedica varias páginas a Pérez Galdós, a Max Aub, a La Celestina, al Quijote, autores y obras que surgen de una conciencia del lenguaje como reflejo del mundo, no como herramienta anquilosada que nada expresa salvo su propia inutilidad comunicativa. Por eso ataca a quienes atacaron a Galdós por considerarlo un mal escritor; a quienes arremetieron contra Max Aub por homenajearlo en alguna de sus novelas. La Celestina, en ese sentido, es un reflejo de los cambios que están sucediendo en el mundo donde nació. Su discurso rompe con el que se enseña en las universidades de la época y, sin ser un reflejo exacto de lo que se habla en la calle, permite que putas y delincuentes usen de argumentaciones elevadas, al tiempo que burgueses y nobles recurran a lo ordinario para comunicar sus ideas y sentimientos. Manuel Vázquez Montalbán, Andrés Barba, Vargas Llosa son algunos otros de los autores a los que dedica un espacio para alabar cómo han sabido retratar la historia de la que han formado o forman parte, consiguiendo que sus novelas recojan el aire que respiraron y que de este modo, en el futuro, cualquier lector que abra sus páginas pueda respirar el mismo. En la novela, dice Chirbes, la autoridad del relato no procede de la fidelidad precisa a los hechos, sino de la organización de la propia narración, que ha de suprimir el recelo del lector y convertirlo en cómplice a partir de una verdad interior, de una lógica que no es otra que su textura moral y que, en su más noble espacio, tiene que ver con el conocimiento, con ese papel de pequeño juguete que ayuda a entender los mecanismos del gran juego de la vida…, y que en su vertiente espuria tiene que ver con la seducción. Una ficción lograda, escribe mencionando a Vargas Llosa, encarna la subjetividad de una época.
viernes, 8 de octubre de 2010
Los invictos
Regreso a Faulkner por medio de una novela de título Los invictos, que hace referencia a aquellas gentes que, viviendo en el Sur de lo que en el futuro será los actuales Estados Unidos de América, se resistieron a darse por vencidos pese a que perdieron la guerra de Secesión. El universo de Faulkner no deja indiferente al lector y, por muchas novelas suyas que lea, siempre le asombra, le inquieta, le hace pensar que modos de narrar como éste son únicos, exclusivos de un escritor irrepetible que supo escenificar sus historias como si se desarrollaran en el interior de un sueño que a veces se convierte en pesadilla. Entre sus técnicas, entre tal vez sus poderes demiúrgicos, se encuentra la de dar voz a unos personajes inusuales. Bayard Sartoris es el narrador testigo de lo que se nos cuenta, protagonista de alguno de los episodios que va desgranando desde un futuro inmediato a los hechos, que le sirve para ofrecernos una visión alucinada de parte de la historia de su país. La novela recoge varios años de su vida, de los diez a los veinticuatro, momento en el que la guerra entre Confederados y Yankis removerá las aguas estancadas de un mundo bien hecho, en el que el hombre negro es esclavo del blanco, y en el que las razones con las que se justifica cualquier decisión destinada a que su andamiaje se sostenga igual de firme, no se basan en una ley hecha por los hombres, sino en una que parece haber sido grabada a fuego por los dioses. La voz de Bayard narrador va cambiando conforme la ajusta a una edad distinta en función del episodio narrado. Así, la ingenuidad del inicio, cuando con diez años ve por primera vez desde detrás de un seto la figura a caballo de un soldado yanki, se transmuta en voz reflexiva al final, con ya veinticuatro años, momento en el que debe vengar, según los principios que rigen las relaciones sociales entre caballeros sureños, a su padre, John Sartoris, rebelde empeñado en continuar un conflicto que, pese a su tozudez, está resuelto desde hace tiempo. El empeño de Faulkner, sin embargo, se me antoja el de desmitificador de una Historia que el cine de su tiempo está mostrando digna de emulación, baúl en el que se guardan las esencias de una nación que no tiene apenas pasado, que se está formando aún, que precisa de modelos en los que mirarse.
Son sobrecogedoras aquellas escenas en las que una muchedumbre humana formada por negros de toda edad, de repente libres, marcha por los caminos hacia lo que consideran río Jordán, una promesa de la que no saben ni imaginan nada, salvo que ya no tienen amo al que servir y, por tanto, lugar en el que quedarse. Sorprende la forma con que las mujeres afrontan el presente que les ha tocado vivir, sin concesión ninguna al desánimo, luchadoras acérrimas por defender lo que ellas creen que es lo justo. No precisan de armas, les basta con su insistencia, con su manera de presentarse ante aquellos que saben sus enemigos, pero que por encima de todo son hombres que se acobardan cuando tienen que tratar con señoras. Es de ellas, y no de su padre, hombre cruel y despótico, de las que aprende Bayard cómo hay que tratar con sus iguales. De ahí que se me ocurra decir que en Los invictos no son dos mundos política y socialmente contrarios los que se enfrentan, el del Sur y el Norte, son los de las mujeres y los hombres los opuestos, siendo así que en el instante en que una de ellas, Drusilla, prima de Bayard y sobrina de John Sartoris, decide incorporarse al grupo de éste último para combatir a las fuerzas ocupantes, sus maneras se hacen rudas y su pensamiento lo gobierna una lógica que conduce a la muerte de los otros, si es que éstos no cumplen con lo que se espera de ellos.