martes, 28 de septiembre de 2010

La arboleda perdida


He disfrutado estos días con una autobiografía, la de Rafael Alberti. La obra la presenta dividida en dos partes: una dedicada a su infancia gaditana, la otra a su juventud en Madrid, ciudad a la que lo condujo la necesidad de un cambio en su familia. Ambas fueron escritas durante su exilio. Ya se sabe que aquellos que debieron huir de una España esquilmada por su guerra fratricida, se exiliaron dos veces. La mayoría acabó en Francia, unos en París, otros en campos de concentración, unos pocos en pueblos próximos a la frontera, caso de Antonio Machado, que murió en Colliure. Alberti llegó a París. Y mientras sobre la ciudad se cernía una amenaza acaso más peligrosa que la del fascismo vencedor en la Península, escribió las páginas que recogen su niñez en las playas y tejados de su ciudad, bajo la luz de un cielo vivificador que los citaba, a los alumnos jesuitas, para que abandonaran las clases tristes y correr desnudos hasta la orilla del mar, donde bañarse y experimentar la vida fuera de toda norma. Más tarde, en Argentina, recuperaría el proyecto de la autobiografía, e inició la segunda parte, la dedicada a ese periodo magnético para el lector, que ve desfilar ante sus ojos a las mayores figuras intelectuales y literarias de aquel momento, el que fue del año veinte al treinta, década prodigiosa que dio a luz una generación de poetas que cambiaron la historia de la literatura española. Lorca, Dámaso Alonso, Aleixandre, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Salinas…y otras figuras menos conocidas, pero igual de importantes por su labor a la sombra de los mencionados, aparecen caracterizados por sus virtudes y sus defectos, los que en ellos vio Alberti, joven mal estudiante que, ante la sabiduría de los que eran profesores universitarios, que simultaneaban el ejercicio de la poesía con el estudio exhaustivo de los clásicos, no podía por más que sentirse inferior. Especialmente jugosos son los párrafos que dedica a la figura de Juan Ramón Jiménez, maestro admirado a la par que odiado por algunos de ellos, al que el éxito y ocurrencias de sus discípulos provocó reacciones airadas, insultantes, con mala fe. No menos brillantes son las que hablan del homenaje que se dedicó a Góngora, al denostado poeta culteranista, que vio recuperada y enaltecida su figura a manos de una juventud entusiasta que, si bien optó por la sencillez y lo popular en sus primeros poemas, comprendieron pronto que aquella era una veta exprimida y que el valor de la poesía se halla en su forma, en el rigor con el que se expresa un pensamiento profundo. Consecuencia de que la Academia se desentendiera del homenaje, fue que algunos de los más atrevidos miembros del grupo nominado del 27 fueran a vaciar sus vejigas a los muros del edificio que alberga aún a la RAE. Con todo, Alberti quiso ser pintor desde edad temprana, y en Madrid procuró afinar su técnica acudiendo a parques o al Museo del Prado, a copiar a los grandes maestros expuestos. La poesía llegaría más tarde, sin aviso, el mismo día en que murió su padre. Al pie de su lecho de muerte, Alberti escribió unos versos que atrajeron a otros, y éstos venían cosidos a otros más que, poco a poco, a lo largo de varios meses, fueron construyendo su Marinero en tierra. Hermoso libro éste. Un canto a la juventud, a la amistad y a la poesía, entonado por un hombre que fue elaborándolo en distintas etapas y lugares. Ahora que se ha generado una pequeña brecha entre admiradores del hombre poeta, y detractores del hombre político, conviene acercarse a su figura sin prejuicios, abriéndonos a una prosa considero que estupenda, aunque el propio Alberti la considerase excesivamente musical, contaminada por la melodía del verso. La arboleda perdida es un libro nostálgico, pero no triste; un pozo del que beber pequeños sorbos de vida inquieta, sacudida por el deseo imperioso de comunicar a través de la poesía cuanto preocupa a un hombre zarandeado por los vientos de la historia. No somos quién para librarnos del placer de su lectura solo porque algunos no quieran olvidar ni perdonen. Seríamos tontos si lo hiciéramos.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Marina


A la hora de escoger lecturas para alumnos adolescentes nada habituados a tener un libro de ficción entre las manos, a uno se le abre un abanico de posibilidades prácticamente infinitas del que no es fácil espigar algún título atractivo que, además de calidad literaria, contenga los alicientes necesarios para que no resulte aburrido o raye. Este curso presente hemos aportado una novedad, la de Rebeldes, y continuamos con un valor seguro, el de Carlos Ruiz Zafón, que con sus novelas para jóvenes logra que el acto de leer no sea interpretado como un castigo. A mí, personalmente, Zafón no me gusta porque, entre otras cosas, a sus obras se le notan en exceso los costurones y no siempre usa del lenguaje con acierto. No le negaré, sin embargo, su capacidad para idear unas tramas muy atractivas y para crear unos ambientes inquietantes en que los personajes se mueven con absoluta soltura, su talento para atrapar al lector desde el inicio y no soltarlo hasta la última página, despeinado de tanta sacudida emocional y con las ropas arrugadas. Zafón domina los mecanismos de la literatura folletinesca y los explota con sabiduría. Sus personajes están bien trazados. Al joven que se acerca a sus historias no le supone ningún esfuerzo identificarse con ellos.

Marina cuenta la historia de Óscar Drai y Marina, dos jóvenes inmersos en una aventura que los llevará a intentar comprender qué está sucediendo en torno a una mujer misteriosa que cada cierto tiempo visita el cementerio de Sarrià, en Barcelona, y deposita sobre una lápida una rosa roja. En la superficie de la lápida hay grabado un dibujo, el de una mariposa negra que tiempo atrás fuera el emblema de una empresa llamada Vello-Granell, en la que trabajara Mijail Kolvenik, el verdadero personaje central de la novela, causante de todo cuanto de terrorífico sucede en ella. El escenario es la Barcelona de 1980, una ciudad que Zafón nos la presenta más brumosa que Londres y en la que llueve constantemente. Para quien la conoce, la escenografía resulta artificiosa, una suma de lugares comunes vinculados a la literatura de misterio y al drama gótico que tienen como marco, por lo común, paisajes próximos al atlántico, no un Mediterráneo de luminosidad perenne salvo contadas excepciones en invierno. Pero esto un adolescente no tiene por qué tenerlo en consideración. El argumento es lo bastante poderoso como para que detalles que afectan a su verosimilitud más superficial no perjudiquen el total disfrute del mismo. Importa más la peripecia de esas dos criaturas, Óscar y Marina, a las que mueve la mera curiosidad. Una curiosidad irresistible que los llevará por derroteros en los que se juegan literalmente la vida; al final de los cuales, sin embargo, conseguirán la información que poco a poco les permitirá conocer y comprender la naturaleza de un hombre visionario, pero loco. Mezcla de género de terror y policíaco, con gotas de novela gótica y melodrama, Marina ofrece un entretenimiento mayúsculo para lectores no muy exigentes en cuestiones puramente literarias. Zafón es consciente de ello y le he oído defender su oficio tal cual él lo ejerce. Opinión respetable, pero que impide que su obra alcance cotas de mayor altura, las que posibilitarían que un escritor popular pudiera codearse con otros que también vendieron mucho, pero que los años han convertido en clásicos incontestables: caso de Dickens, caso de Dumas, caso de Galdós.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Rebeldes


Cuando buena parte de la literatura juvenil está invadida por vampiros y magos, al menos la más popular, reconforta leer un clásico como Rebeldes, de Susan E. Hilton, autora asimismo de La ley de la calle, novelas ambas llevadas a la pantalla por Francis F. Coppola en los años ochenta. Rebeldes va por su 60ª edición en España gracias a que su lectura obligatoria en muchos institutos de secundaria. Ello no le resta, sin embargo, valor literario. Rebeldes es una novela que atrapa y convence desde el inicio. La voz narradora es verosímil y lo que nos cuenta, pese a suceder en un barrio de una ciudad de EEUU, también; tal vez por que su autora, que escribió el libro con dieciséis años, sabía bien de lo que hablaba: de pandillas enfrentadas a muerte, de muchachos desarraigados familiar y socialmente, de amistad, de pérdida y sacrificio. Ponyboy vive con sus dos hermanos en la casa que antes albergara a su familia al completo. Los padres murieron en un accidente y los Curtis deben convencer a las autoridades para poder vivir juntos. El mayor es Darrel. Le sigue Sodapop. Todos pertenecen a una banda, la de los greasers, a los que caracteriza su indumentaria rockera y su pelo engominado, absolutamente grasiento. Viven en un barrio pobre, en un hogar pobre y tienen trabajos que sólo ejercen los pobres. Ponyboy es la esperanza. Buen estudiante y lector, tiene las herramientas necesarias para poder salir del agujero en el que están metidos él y sus hermanos junto a otro puñado de individuos greasers. Entre ellos destacan dos: Johnny y Dally. Johnny admira a Dally, es su héroe. Dally resulta violento, ha estado en prisión varias veces y tiene una pistola sin balas que utiliza para amedrentar a sus víctimas y adversarios. Los socials representan valores contrarios a los que poseen los greasers. Pertenecen a familias acomodadas, visten bien, y no soportan que los greasers hablen con sus chicas. El conflicto en la novela se inicia con el encuentro que tienen Dally, Johnny y Ponyboy en un cine con dos chicas soc. Una de ellas es novia de Bob, y éste será el causante, en parte involuntario, de toda la tragedia posterior. La historia nos la cuenta Ponyboy en 1ª persona. El relato resulta estremecedor. El realismo con el que retrata las costumbres y las escenas entre los personajes, también. No hay esperanza en este mundo de peleas y odios si tu orgullo se basa en defender tu derecho a llevar el pelo graso. El absurdo es evidente. Darrel, el hermano mayor, lo sabe. Por eso es tan duro con Ponyboy, por eso su renuncia a favor del pequeño, en cuyas manos está poder, si no cambiar el mundo, sí la vida que le ha tocado en suerte. En cierto momento de la novela, Johnny le pide a su amigo Ponyboy que nunca deje de ser dorado. Al principio Ponyboy no entiende qué está le queriendo decir con eso. Luego, al leer una carta suya, sabe de qué hablaba: de la inocencia. Johnny le ruega que siga siendo inocente, que no se acostumbre a lo que no deja de ser un modo de vivir necio. Su rebeldía no tiene sentido en el fondo. Si por un azar vencen en alguna pelea a los socials, no por ello dejarán de ser lo que son: individuos sin futuro, marginales, algunos incluso delincuentes carne de prisión. La salvación está en el instituto, en la literatura, en la escritura. Rebeldes es un ejercicio, una redacción escolar sincera que tal vez sea el único medio, el orificio por donde huir de la mediocridad que lo envuelve. Una mediocridad, no obstante, salpicada a veces por actitudes de galanía sureña.

El poema al que se hace mención es de Robert Frost.

De la Naturaleza el primer verde es oro,

su matiz más difícil de asir;

su más temprana hoja es flor,

pero por una hora tan solo.

Luego la hoja es hoja queda.

Así se abate el Edén de tristeza,

así se sume en el día el amanecer.

Nada dorado puede permanecer.

martes, 7 de septiembre de 2010

La luna de papel


Segunda de las novelas que leo dedicadas a Salvo Montalbano, el personaje de Andrea Camilleri, cuyo apellido, el del comisario, según supe hace tiempo, es un homenaje a Vázquez Montalbán. La luna de papel es su título. Se inicia con la denuncia de una desaparición, la de Angelo Pardo, hombre soltero, de profesión representante de productos farmacéuticos, aficionado a tener relaciones con mujeres hermosas. La persona que hace la denuncia es su hermana Michela. Acompaña al comisario hasta la casa de Angelo, ya que ella tiene las llaves, y Montalbano lo encuentra finalmente en un cuarto en la terraza del edificio con un tiro que le ha destrozado la cara, y el pene colgando fuera del pantalón. Todo indica que es un asesinato pasional, pero las pesquisas del comisario le permitirán descubrir una personalidad distinta a la que la hermana y presente amante de la víctima, Elena, conocen de él, descartando la primera impresión. La de éstas, su personalidad, también tiene gran importancia en la novela. La relación que mantiene la amante con Angelo es una relación adúltera, pues ella está casada con un profesor que le permite la infidelidad con la condición de que le cuente todos los detalles y no le oculte dónde y cuándo tendrá sus encuentros con Angelo. Michela mantiene, por su parte, un trato de dependencia unilateral que llega a ser enfermiza, lo que obliga a su hermano a tomar medidas contra ese control indeseado. El estudio de personajes, pues, resulta muy atractivo y es la base de esta obra redonda, con ciertos giros inesperados al final que la hacen más atractiva de lo que ya es de por sí. Si la novela de género policíaco tiene como uno de sus propósitos el conocimiento a fondo del alma humana, La luna de papel es una muestra fiel de ello. ¿Quién no ha creído alguna vez, cuando niño, en las historias que se nos contaban para explicar los misterios que nos asombran y preocupan a veces? ¿Quién, obnubilado por su belleza, no ha aceptado que la luna esté hecha de papel? Aquí la mentira es eje primordial del argumento y de la investigación llevada a cabo por Montalbano. Mentiras que nos consuelan, que nos hacen la vida más sencilla, que, pese a hacernos daño a veces, nos ayudan a sobrellevar los sinsabores, por sombríos o escabrosos que sean, los de Elena y Michela, también los de Salvo. Todos precisan engañar y auto engañarse. El paso del tiempo, como a Montalbano, no perdona a nadie.