viernes, 29 de mayo de 2009

Jardines de Kensington


Una de las claves del libro la hallamos en el siguiente fragmento: “Peter juraría haber visto cosas extrañas bajo la luz implacable de las bengalas: un ángel flotando sobre las trincheras, una patrulla de legionarios romanos que habían extraviado el camino de regreso a casa, un niño montando una bicicleta voladora.” Nos encontramos en la página 349 y restan muy pocas para llegar al final. A lo largo de las 348 anteriores, Rodrigo Fresán nos ha arrastrado de modo hipnótico por dos historias que justo en este punto confluyen entre sí: la de Peter Hook, autor de una serie de cuentos infantiles que tienen como protagonista a Jim Yang, un niño que viaja a través del tiempo, sirviéndose de una bicicleta que vuela; y la de James Matthew Barrie, conocido por ser el creador de uno de los personajes más fascinantes de la literatura de todos los tiempos: Peter Pan, el niño que se negaba a crecer.

Los paralelismos entre la vida de ambos personajes son notables: ambos han perdido a un hermano en su infancia, ambos han tenido madres tocadas por la locura, ambos sienten que el tiempo hace irrecuperable lo pasado. Peter Hook narra a Barrie. La minuciosidad con la que reconstruye paso a paso la vida de éste, obedece a una necesidad: la de entender la compleja personalidad del escritor escocés, pero también la suya propia. Su nombre, Peter Hook, ya indica que nos hallamos ante un hombre complejo, como lo fue Barrie -nuevo paralelismo-, pero de un modo más perverso. Barrie amaba a los niños, especialmente a los de la familia Llewelyn Davies, que le sirvieron de modelo para crear a su criatura. Peter Hook se refugia en la infancia a través de su personaje Jim Yang, y del actor que va a interpretarlo en una película basada en sus historias: Keiko Kay. A esta parcela de su ser debemos vincular el nombre Peter. Hook, en cambio, es la tapadera que oculta su lado oscuro. Doctor Jekyll y mister Hyde: Peter, el niño que vuela, el niño que no quiere crecer, el niño que considera que la muerte ha de ser una aventura tremendamente formidable, y Hook, el pirata empeñado en acabar con ese chaval impertinente que lidera a una pandilla de mocosos.

La narración se alarga durante toda una noche. Una noche en la que Peter Hook cuenta a Keiko Kay, ambos en una habitación de hotel, la vida de Barrie y la suya, enlazándolas, reflexionando sobre el poder del tiempo, sobre la muerte, haciendo un retrato de una época a la que pertenecieron sus padres, dos aristócratas ingleses vinculados a la música pop, que es al mismo tiempo un retrato del paraíso perdido.

La impresión, tras su lectura, no puede ser más desazonante: primero, porque a uno le gustaría escribir así, con esta capacidad asombrosa para hilar acontecimientos y reflexiones de un modo tan poco forzado, y sabe que no podrá; segundo, porque en ningún momento el lector sospecha lo que va a ocurrir, ya que Rodrigo Fresán se encarga, con una sabiduría literaria notable, de mantener oculto ese lado oscuro del personaje, aunque se intuye. Conocía a este autor de oídas. Saqué prestado el volumen de una biblioteca pública, movido por los ecos de unas críticas favorables en el momento de su publicación. Mi mérito como lector: haber sabido elegir.

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