sábado, 19 de septiembre de 2009

Modos de llegar a un libro


Todos sabemos que hay modos muy distintos de llegar a conocer la existencia de una novela. El más tradicional, el que reporta un mayor placer en mi caso, es saber de ella en la librería de la que sueles ser cliente. Ves una portada, un título que te atrae. Acudes. Abres el libro, lees unas pocas líneas, la contraportada, los datos biográficos que acompañan a la fotografía de su autor, si la hay, y compruebas el precio. Compras. Y descubres que esa intuición tuya, que tan bien ha funcionado en otras ocasiones, no ha fallado tampoco esta vez: caso, por ejemplo, de Luis Leante.

Otro modo, muy relacionado con el anterior, pero más económico, es visitar la biblioteca más cercana y pasear entre sus estanterías a la busca y captura de alguna obra retirada ya del mercado, o fuera del catálogo de la editorial que la publicó hace años; obra de la que tal vez jamás hemos oído hablar, pero que por no se sabe qué razón extraña acabamos encontrando, y que tomamos prestada para en veintiún días poder leerla y sumar un nuevo título y un nuevo autor a nuestra particular memoria lectiva: caso de Julia Leigh.

Un tercer acercamiento se produce a través de los suplementos literarios. Un día lees un artículo de un autor al que admiras, dedicado a otro autor al que él admira y del que tú no sabías nada hasta entonces, y te apresuras a tomar nota de su nombre y del de sus obras. A la menor oportunidad que tienes vas a la biblioteca del barrio, o bien a la librería de tu ciudad, y hallas un libro suyo, de ese autor que no conoces y que sin embargo ha merecido las alabanzas del otro que sí forma parte de tu más que nutrido grupo de maestros narradores, y al cabo comprendes el motivo de la loa pública y sumas una más a tu zurrón de ficciones. Caso de W. G. Sebald o de Cormac McCarthy.

El cuarto, el boca-oreja. Tan antiguo como la propia literatura. Un amigo del que te fías porque comparte más o menos tus gustos te aconseja que leas esta o aquella novela, que descubras el universo de tal o cual escritor, y tú le haces caso a sabiendas de que no perderás el tiempo inútilmente. Así sucedió con Julián Rodríguez, de los últimos, y con tantos y tantos otros a lo largo de los años.

El quinto es nuevo. No me había sucedido hasta ahora. Está vinculado a Internet, a uno de los servicios que facilita la existencia de ese universo paralelo donde no das un paso sin hallar basura estelar, pero en el que sin embargo gravitan infinidad de planetas de interés, entre ellos bitácoras de escritores reconocidos y no tanto, de críticos preocupados por difundir su afinidad por la literatura, de lectores que comparten impresiones a partir de sus lecturas a solas con quien por casualidad pase por allí y pueda quedar impregnado de su entusiasmo o acedía. Una de estas bitácoras últimas que he conocido, y a partir de la cual me he puesto a leer un libro de su autor, el primero que publicara allá por 1996, es la de José Manuel Benítez Ariza, a la que ha bautizado con el nombre de Columna de humo. El título de su libro es La raya de tiza, publicado por Pre-textos, novela que pude encontrar en la biblioteca pública de donde vivo, entrada N Ben, y de la que me quedan seis capítulos por leer.

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