domingo, 29 de noviembre de 2009

Die kleine Lesende

El cuadro es Jean-Babtiste Camille Corot

La muchacha se ha alejado unos metros del rebaño que pasta al fondo. Ha subido hasta un pequeño promontorio en el terreno, desde donde le resultará fácil controlar que ninguna de las ovejas se le descarríe. Algún perro debe de andar cerca. Uno de esos perros lanudos, incansables, que conocen bien su oficio, echado tal vez sobre sus cuatro patas a los pies de la niña. En estos momentos de descanso, luego de haber caminado un trecho largo desde la casa donde habita, le resulta muy grato sentarse a leer un libro. Lo lleva oculto, para que no se le manche, en un bolsillo interior de su vestido. Pretende, de paso, evitar que sus hermanos mayores se le rían por sus tontunas de adolescente con la cabeza a pájaros, o que su madre la regañe por entregarse a ocupaciones propias de hombres ociosos, no de chiquillas que a lo más que deben aspirar es a encontrar un buen marido que las respete. Es un libro que le gusta mucho. Una novela de Walter Scott llena de aventuras con la que consigue olvidar el olor a cagarruta y a ubres, a tierra húmeda; pero también el silencio que la acompaña durante horas, y que a veces se le hace insoportable. Desearía inventarse sus propias historias. Por escrito, si supiera escribir bien. Debe recurrir a su imaginación y trazar las palabras en un papel hecho de aire. Se ve a lomos de un caballo, por un bosque tenebroso, camino de una ermita. Le asaltan unos bandidos. Grita, le meten un trapo sucio de tierra en la boca, tiran de ella agarrándola de las muñecas, intentan violarla. Pero entonces, de no se sabe qué agujero entre la maleza, empiezan a llover saetas que derriban uno a uno a los bandidos. Un muchacho, no mayor que ella, rubio y estilizado como un ciervo, la recoge del suelo y la monta en su corcel de pelo blanco. Él la conduce a la ermita. Ella, humillada ante la imagen, llora por su suerte y agradece que él estuviese cerca para rescatarla del maligno. Deposita un ramo de flores, que ha recogido junto al sendero, en un hueco de la piedra al lado de la figura. Luego, ayudada de nuevo por su galán, regresan juntos adonde espera el caballo y los cadáveres, y la acompaña hasta casa. Es una escena ésta que se ha recitado cientos de veces, como si la leyera realmente de un libro. En ocasiones, para no sentirse tan sola, lee en voz alta las palabras de la novela. El perro levanta las orejas. El silencio deja de acobardarla. La tierra mojada y los excrementos huelen de otro modo. Cada tarde, antes de que llueva, camina por el páramo y sueña que su destino es un castillo, que el rebaño es su séquito, y que el perro, su alazán.

No hay comentarios:

Publicar un comentario