lunes, 21 de marzo de 2011

La sed


Floreana es una isla situada en el archipiélago de las Galápagos. Es una isla de dimensiones reducidas en la que sólo viven cinco personas: la familia Herrmann y la pareja formada por Rita y el profesor Frantz Müller. El profesor Müller es un sabio. La razón de su estancia en la isla es su deseo de huir del mundanal ruido, que es Alemania, país donde es considerado uno de sus grandes pensadores. Müller vive para su obra. Rita es su discípula. La relación entre ambos es de respeto mutuo, no hay contacto carnal: uno escribe y cuida su huerto; la otra apoya al maestro, se encarga de la casa, se mueve desnuda en una actitud adánica que los hace presuntamente libres. Esta imagen idílica, sin embargo, quedará rota en el momento en que el mundo exterior irrumpa soez de mano de la condesa Von Kleber que, acompañada de Nic y Kraus, dos gigolós que se odian, pretenda convertir la isla en un centro de turismo para gente rica que necesite vivir en comunión con la Naturaleza.
El tópico del locus amoenus y del beatus ille George Simenon los sacude, les da la vuelta como a un guante, y lo que en principio parecía ser una novela sobre las bondades de la vida retirada, se convierte en una suerte de crónica del infierno, un infierno en el que los personajes se muestran suspicaces, cobardes y cruelmente violentos, movidos por una necesidad enfermiza de boato en unos, de apartamiento en otros, que los transforma en títeres desmadejados. A la razón del profesor Müller se opone el capricho de la condesa y la locura del hijo de los Herrmann, que dispara y mata a cuanto bicho de cuatro patas se cruza en su camino. La sed, su título, hace referencia a la paulatina escasez de agua en la isla luego de que haya finalizado el periodo de lluvias. Eso provocará una tensión insoportable, un estado de ánimo que conducirá a la desesperación. De habitantes confiados, en armonía con una Naturaleza que se muestra tan generosa con ellos como esquiva cuando corresponde, pasan a ser náufragos angustiados por una situación en la que todos han ejercido un papel culpable. Solo cuando llevemos mediada la historia, empezaremos a comprender la actitud de algunos, pero ya será tarde para resarcirlos de la opinión que nos merecen.
George Simenon, ese novelista que escribió igual que respiraba, nos lega una novela de lectura sencilla, pero de enorme calado moral, en la que todos son víctimas pero también ejecutores en un juego cuyo final es imposible que sea bueno.

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