lunes, 31 de enero de 2011

El guardián entre el centeno


Pocos libros tienen tras de sí una carga mítica como el presente. Y pocos, como El guardián entre el centeno, resisten las malas críticas tan mal, pues sus incondicionales lectores son tantos que cualquier opinión adversa supongo que quedaría acallada enseguida por un alud de protestas en contra. La novela la tenía guardada desde hace tiempo, exactamente desde el año 1989. Hace, pues, veintidós que convive con otros muchos volúmenes que sí han ido pasando por mis manos. Supongo que inconscientemente me he estado resistiendo a zambullirme en sus páginas por miedo acaso a no saber encontrar en su historia el cebo que tantísima gente ha picado. Haberme decidido ahora no responde a ninguna causa concreta. Se trata más bien de un arrebato. De un arrebato gozoso, eso sí. Tenía varias posibilidades, y ésta la tomé movido por algo tan simple como que mi edición es la de Alianza, y hacía ya algún tiempo que no leía ningún libro editado por Alianza, cuando son muchos los títulos que tengo de su colección de bolsillo que son como tachuelas en la madera del tiempo, inolvidables historias y autores que relaciono con buenos y ya pasados momentos de mi vida. Lo curioso de este volumen es que, al contrario que el resto de la colección, carece en su contraportada de una breve reseña de la obra. Tampoco tiene una de las famosas ilustraciones de Daniel Gil. Lo llamativo del mismo es el color dorado de su cubierta, color que recuerda al del centeno en sazón. El lector que lo tenga en sus manos, que no sepa quién es J. D. Salinger, ni conozca nada sobre Holden Caulfield, podrá iniciar su lectura sin prejuicios y degustarla en su justa medida. Cosa nada desdeñable teniendo en cuenta el autobombo que acostumbran practicar las editoriales con los libros que publican, con independencia de si tienen o no calidad literaria.
Me pregunto qué impresión me habría causado la historia de Holden de haberla leído a su misma edad. Presumo que bien diferente a la que he tenido ahora, y en absoluto semejante a a la de los lectores que a principio de los cincuenta del siglo XX pudieron adquirirla sin conocer nada de su autor. La trama es bien simple: Holden Caulfield, alumno en la escuela Pencey, es expulsado de la misma poco antes de las vacaciones de Navidad. Holden no quiere que sus padres se enteren de la expulsión para evitarles un disgusto. Lo esperan el miércoles, pero él debe dejar el colegio un sábado, por lo que dispone de varios días por delante antes de regresar a casa. Lo que decide hacer es viajar a Nueva York en autocar, y una vez allí, con el dinero que tiene, sobrevivir en algún hotel hasta el día previsto para su vuelta. Durante esos días vivirá una serie de experiencias que lo reafirmarán en su idea de que la realidad es agresiva y estúpida, y donde los niños son las víctimas propicias que en cualquier momento pueden ser aplastados por la bota de la ignominia. Hay una escena, casi al final del libro, cuando Holden habla con su hermana Phoebe, en que el título de la novela cobra sentido y también la actitud que a lo largo de la misma ha tenido el personaje. Dicha actitud no siempre responde a razones lógicas para el lector. Es posible, incluso, que provoque en algunos casos cierta repulsa. No obstante, cuando dice que a veces sueña que está en un campo de centeno junto a un acantilado, y que en ese campo juegan niños pequeños, inconscientes del peligro que corren, por lo que él actúa de guardián para que no se acerquen y caigan, la ternura con que uno imagina que pronuncia esas palabras hacen que el lector se reconcilie, si es que alguna vez ha dejado de resultarle simpático el personaje, con su modo de entender las relaciones. No hay que negarle a Holden Caulfield una capacidad innata para irritar a cuantos le rodean. Y es que su modo de actuar noble, sin tapujos, no encaja en una sociedad donde prevalece el valor del dinero (caso de su hermano D.B., buen escritor que ha preferido prostituirse en Holliwood como guionista de películas) y del sexo (Stradlater o el señor Antolini son buena muestra de ello), donde los muchachos que viven internos en Pencey se hacen la puñeta unos a otros sin importarle gran cosa las consecuencias de su crueldad. La sinceridad que se aprecia en el personaje al la hora de narrar lo que le ha sucedido, cómo describe el amor que profesa a su hermana Phoebe, la pena que siente ante determinados acontecimientos, la manera irracional con que fuma un cigarrillo tras otro, hacen de él un tipo al que uno le gustaría echar una mano, darle un par de consejos aun a riesgo de que le mandase al cuerno.
Resulta curioso, a modo de conclusión, que apenas si aparecen personajes adultos y, cuando aparecen, es para sermonear o hacer daño a Holden. Eso lo hace un ser frágil, que camina por una cuerda floja, en busca de un clavo ardiendo al que aferrarse, cuyo único apoyo lo encuentra en Phoebe, un ser aún puro, uno de esos niños que corre entre el centeno maduro sin pensar en el vacío próximo al que pueden caer. Si llegan al final del libro, comprenderán que en alguna ocasión tal vez hallamos sido un poco como Holden, pero que nunca hemos podido o querido actuar como él por miedo al fracaso. Leer su historia es una buena ocasión para recuperar la inocencia perdida, aquella en la que ser héroe no consistía en ser más fuerte, consistía es ser consciente de tu debilidad como niño y disfrutarla.

miércoles, 26 de enero de 2011

Seda


De Seda, Alessandro Baricco, su autor, dice que no es una novela ni un cuento, sino una historia. No sé a ciencia cierta qué quiso decir con estas palabras. Sí me pregunto qué no hubiera hecho con un material como éste un novelista como el presente Nobel de literatura, Vargas Llosa; seguro que un novelón descomunal y exuberante, en la línea de El paraíso en la otra esquina, en el que los personajes habrían quedado retratados en todo su esplendor y sus acciones llevadas al extremo no solo de la sugerencia, sobre todo al de la apreciación mínima, que enriquece y ennoblece lo que se cuenta. No es el caso, repito, de este relato, o narración, o como quiera llamársele. Seda es, sí, una historia, la de un hombre, Hervé Joncour, que en el año 1861, el mismo en que Flaubert escribía Salammbô, emprende un viaje que lo llevará al otro extremo del mundo desde su pueblo natal, en Francia, en busca de lo que desde hace años es fuente de riqueza para buena parte de sus paisanos: huevos de gusanos de seda con los que más tarde fabricarán sus telas. El lugar al que acude es Japón. Allí, a cambio de oro, consigue de manos de una suerte de reyezuelo local, el preciado tesoro que, con cuidado extremo, conducirá a lo largo de tres meses por tierras de China, Oriente Medio y Europa al fin; tiempo bastante antes de que empiecen a salir las larvas que luego elaborarán lo capullos. Los capítulos son breves, apuntes con los que, de un modo muy conciso, se nos da noticia de cuanto acontece a este personaje. Puede parecer que libro tan breve no pueda contener una historia tan vigorosa como la presente, y sí, la contiene. El secreto, pienso, se halla en qué acontecimientos ha sabido escoger el narrador y en su trabazón; pero ante todo en el ritmo que ha sabido conferir a esta prosa escueta, pero no simple. Una muestra de ello son los diálogos, pocos, pero sustanciales, en los que, sin apenas palabras, llegamos a hacernos una idea fiel de la personalidad de quienes los pronuncian. Baste decir, por último, que, con una capacidad de síntesis muy moderna, Baricco escribió una novela decimonómica a la que no tuvo más remedio que llamar historia, porque dice menos de lo que en verdad podría decir, porque es muy posible que lo que pretendiera es que un lector avezado, de los que han leído a Dickens, a Tolstoi, a Balzac, a Pérez Galdós..., pudiera hacerse él mismo su propia novela mental con los ingredientes más básicos; pero no por ello menos emocionantes, o menos sugerentes que si los hubiera contado por extenso. Muy recomendable lectura. Un nuevo descubrimiento de un autor que conocía de oídas. Su historia de amor, la del libro, inolvidable.

sábado, 22 de enero de 2011

La nave abandonada


Nunca he sido partidario de establecer diferencias entre obras literarias según el género al que pertenezcan, pues pienso que la calidad de las mismas no debe depender tanto de si usan unos contenidos determinados (o buscan en el lector una reacción calculada a lo que cuentan), como de su valor intrínseco como objeto artístico. Buena parte de las novelas de Cormac McCarthy se ajustan a las del oeste o de vaqueros, solo que la profundidad con que aborda sus tramas, y el poderoso trazo de sus personajes, hace de su lectura una experiencia de las más gratificantes que puedan tenerse ahora mismo. No digamos ya Faulkner. El género de terror evoca situaciones extremas, planteamientos que van más allá de lo que cualquier persona está dispuesta a admitir. El peligro es que en ocasiones todo queda en parafernalia, en ornamento tenebroso pero sin carne, en una máscara o disfraz como los que se ven en día de difuntos o de carnaval, que asustan al principio, pero con los que reímos al cabo por lo ridículo que resultan. Muchos son los autores que practican este transformismo gozoso, y que tienen un público entregado, sediento de palideces vampíricas o de sangrientas luchas entre el bien y el mal. Todos sabemos, sin embargo, que el miedo no necesita adornos, que puede provocarlo la cosa más nimia: un susurro inesperado cuando caminamos por una calle a oscuras; una sensación momentánea, pero intensísima, a causa de un incidente cualquiera; el presentimiento de que en la habitación donde leemos o vemos la televisión hay alguien más, pero invisible. El terror cobra formas diversas, y casi siempre austeras. Bien lo saben algunos escritores clásicos: lo monstruoso, en ocasiones, no necesita fealdad para manifestarse, se encuentra en la belleza más extrema, o en territorios donde lo que habita es silencio e inmensidad sin límites. William H. Hodgson explora las posibilidades que le ofrece el escenario marino. Los cuentos recogidos en La nave abandonada tienen como único paisaje el que puede observarse desde lo más alto del palo mayor de una goleta, que es agua y luz e infinito, pero también oscuridad, nieblas espesas y tempestades. La gavilla de cuentos recogida en este volumen publicado por Valdemar responde a una estructura parecida. Un grupo de personas, encerrada en un barco camino de algún lugar que casi siempre desconocemos, se ve sometida a una experiencia asombrosa que tiene como razón de ser la capacidad que tiene la Vida de manifestarse en las condiciones más extremas y en los lugares más insospechados. La Vida, con toda su exuberancia, adquiere en ocasiones formas complejas, informes, letales para quienes por azar o mero fisgoneo, pretenden saber qué ocurre, qué es ese ruido, el resplandor tenue que surge de la nada. Al contrario que Ulisses, que ante la incitación de las sirenas obliga a sus hombres a taponarse los oídos con cera, los navegantes de estos mares extraños sucumben ante la llamada de lo incógnito: la presencia de una nave inmóvil, las voces que se oyen entre la niebla, el golpeteo continuo en la base de la embarcación, no los hace huir, despierta en ellos una curiosidad malsana mezclada con un punto de heroicidad inútil que será su perdición. De todos, el que más me ha gustado es Una voz en la noche, tal vez porque, siendo de los más breves, reúne en sus párrafos todos los ingredientes y cualidades repartidas por el resto de historias. De repente, mientras un marino se halla en cubierta, oye una voz que viene del agua, de la niebla y la oscuridad circundantes. El barco se encuentra en el Pacífico Norte, en un lugar donde debe resultar muy perturbador oír de pronto que un ser humano pide algo de comer desde un punto indefinido e invisible, situado a pocos metros del casco de la embarcación y que, en ningún momento, pese a que los del barco insisten para que lo haga, se muestra ante ellos. Un inicio así promete una historia como poco inquietante, y William H. Hodgson, autor que no conocía, pero del que hallé noticia en el blog el buscador de tusitalas, consigue dárnosla. La más terrorífica, sin embargo, por la situación extrema que viven sus protagonistas, es sin lugar a dudad Desde el mar sin mareas.

viernes, 14 de enero de 2011

Sostiene Pereira


He leído Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, con creciente interés. Es una novela de personaje, en la que un periodista, el tal Pereira, debe encargarse de las páginas de cultura de un periódico vespertino, el Lisboa. Pereira vive cerca del Castillo de San Jorge, en la capital portuguesa. Sus costumbres son parcas y poco saludables. Viudo, obeso, sin apenas amigos, lucha por mantenerse al margen de cuanto está sucediendo en un periodo convulso como es el que vive Portugal y toda Europa hacia 1940. Un modo de conseguirlo es no estando informado de lo que sucede, o hacerlo sirviéndose como fuente de un camarero del Café Orquídea, que se sorprende de la ignorancia de quien, por su oficio, debería estar al tanto de lo que ocurre, por ejemplo, en la vecina España.
Pereira necesita a una persona para su suplemento cultural que se encargue de hacer las necrológicas y las efemérides de los escritores famosos ; una persona que tenga un conocimiento exhaustivo no solo de literatura, sino también de la muerte. Esa persona responde al nombre de Monteiro Rossi. Lo que no sabe Pereira es que Monteiro Rossi es un hombre de acción, un ciudadano comprometido con la causa republicana y comunista y, por tanto, enemigo del régimen luso, que es partidario de alemanes, italianos y nacionalistas españoles. Sin quererlo ni beberlo, pues, Pereira se verá envuelto en una trama política y, en determinado momento, obligado a tomar una decisión moralmente necesaria. La historia, a pesar de este argumento un tanto cinematográfico, está lejos de ser una novela de acción, o comprometida con algún tipo de causa. En mi opinión, Sostiene Pereira no es más, ni menos, que la excelente y singular historia, contada con sencillez deslumbrante, de un hombre herido por la nostalgia al que no le importa otra cosa que mantenerse vivo a costa de la ignorancia y del sobrevivir al margen; pero que, no obstante su mediocridad, redime con un gesto cuanto él representa.
Marcelo Mastroiani, en el cine, dio cuerpo a este personaje exiliado de todo, incluso de sí mismo, y que, pese a las advertencias de que su salud puede padecer un revés grave si no cambia sus costumbres, solo se alimenta de tortillas a las finas hierbas y de vasos de limonada, vive solo, y habla con el retrato de su mujer difunta. Un personaje de estas características corre el riesgo de no tener interés alguno, y de hecho, mediada la novela, me he preguntado qué estaba ocurriendo con él, qué fin podía dársele a una trama un tanto insulsa que, por alguna razón misteriosa me mantenía enganchado a sus palabras y a los hechos rutinarios, intrascendentes y francamente inútiles de ese Pereira desconcertante, pero del todo humano.
Si bien al principio dije que ésta era una novela de personaje, es también, pienso ahora, una novela sobre todo golosa para el lector, ya que no puede evitar identificarse con Pereira, hombre que al fin y a la postre no pretende otra cosa que ser dichoso en un mundo hostil y, de paso, hacer bien su trabajo. De ahí que tenga sentido un final destinado a héroes que frecuentan otro tipo de novelas. La pregunta radica en si en las mismas circunstancias el lector tendría el mismo arrojo que Pereira, teniendo en cuenta que conoce, al contrario que el protagonista, cuál va ser su destino. El título, salmodia con la que el narrador apoya su relato, es la clave para entender que no importan las consecuencias, que lo que se hace con buena voluntad interesa más que el castigo.

martes, 4 de enero de 2011

Pequeño teatro


Pequeño teatro es una novela extraña. No me ha sido fácil entrar en ella. La culpa no se debió a que tenga un estilo complejo, que no lo tienen, ni a que trate temas elevados de tipo filosófico o moral, que no lo hace; se debió más bien a que las cosas de las que habla son vistas por la narradora de un modo se diría que morbosamente infantil. Uno tiene la sensación, al ir pasando sus páginas, de que quien mira y juzga esta historia es un niño asombrado, un niño sentado en una silla de anea ante un teatro de títeres, con la que no sabe a ciencia cierta qué hacer, si contarla tal cual la ha estado viendo, o bien alabearla a su antojo para de este modo acentuar pasajes o aspectos que le han interesado o maravillado especialmente. Lo que sí está claro es que si se descarta al niño espectador, no por ello los personajes dejan de ser títeres, muñecos desprovistos de voluntad propia en manos de un dios cruel que se divierte enfrentándolos. A Ouiquixa llega un extranjero. Su nombre es Marco, tiene el pelo muy rubio, casi blanco, y la piel de un moreno aceitunado. Este Marco es un ser peculiar, un ser que se empeña en ver la realidad transformada y en que los demás la vean igual. Ilé Eroriak, un muchacho con sus capacidades mentales mermadas, es una víctima propicia para quienes no hallan mejor cosa que hacer que molestarle. Ilé Eroriak será una víctima ideal de Marco, que lo convence de ser una persona distinta y especial, un diamante en bruto al que solo cabe limarle las impurezas. Marco engaña a todo el mundo, pero casi todo el mundo está dispuesto en el pueblo a dejarse engañar. No siempre se les presenta una ocasión como la presente para poder tratar a un forastero tan singular como éste que, pese a los agasajos que recibe, desprecia a todas esas familias acomodadas que habitan en Kale Nagusia. Representan la hipocresía, la ambición, la religiosidad mal entendida. Sólo se salva Zazu, la joven Zazu, que no obedece normas, nada dispuesta a dejarse sucumbir bajo el influjo del amor. Para Marcos será un reto lograr que Zazu le siga el día que un velero venga a buscarlo. Él dice venir de una isla en el norte de Europa, y hacia allí partirá el día que un marino portugués acuda a recogerlo en Ouquixa. Con esta promesa alimentará el deseo de Ile Eroriak, pero también debilitará los cimientos sobre los que Zazu asienta sus certezas. Alrededor de estos tres títeres indecisos, que viven atormentados por la palabra, se mueven otros secundarios igualmente perplejos, que verán la ocasión de alimentar sus propias miserias. Todo ello representado en los breves límites de un teatro para marionetas, y entre los espectadores ese niño del principio. Esta idea del niño la refuerza el estilo poético que usa Ana María Matute. Consigue una visión de la realidad cuyo único referente no parece ser el mundo existente, sino otro que, paralelo, pasa antes por el cedazo de su fantasía. Eso la hace distinta a los autores de su generación, pero también peculiar respecto a los autores que la han sucedido hasta hoy. Ana María Matute es una rara avis, un ejemplar de creador literario que se mueve en las mismas coordenadas que un Álvaro Cunqueiro o un Joan Perucho. En esta obra, Pequeño teatro, su contención imaginativa, sin embargo, es evidente, y habrán de pasar unos pocos años antes de que la autora dé rienda suelta a los caballos que de vez en cuando asoman sus orejas por estas páginas. Con ellas ganó el Premio Planeta de 1954. Me han comentado, con todo, que la mejor de sus obras es Paraíso inhabitado, de 2008, y no dudaré en hacerme con ella.