jueves, 29 de julio de 2010

Dos poemas de Lorca

En busca de recursos que hagan más atractivo la aproximación a la poesía, encuentro estos dos vídeos en los que Agustín González recita sendos poemas de Federico García Lorca: El rey de Harlem y Ciudad sin sueño (Nocturno de Brooklyn Bridge). La experiencia de oír en la voz de un actor estas obras resulta estremecedora, pues lo que no consigue la lectura silenciosa lo procura la dramatizada: lograr que las palabras suenen a verdad, que la locución modulada, los cambios de ritmo, transmitan toda la fuerza de estos versos en principio nada fáciles de comprender, pero que dichos así suenan rotundos y significativos; y al mismo tiempo el asombro que Lorca debió experimentar cuando procedente de una España empobrecida se topó con una ciudad en pleno crecimiento, vitalista pero también cruel con quienes eran distintos o llegaban emigrantes.
Entretanto he dejado de leer una novela de Luis Magrinyà publicada en 2000,
Los dos Luises, premiada con el Herralde de novela y publicada en Anagrama. Y la he dejado de leer porque no me ha sido posible entrar en ella creo que por su sintaxis llevada al extremo, tensa y elaborada al máximo; tanto, que creía estar leyendo en un cuerda floja, con la sensación en todo instante de estar a punto de caer al vacío irremediablemente.


domingo, 25 de julio de 2010

El año de la muerte de Ricardo Reis


Ricardo Reis regresa a finales de 1935 a su Lisboa natal. Una Lisboa húmeda, fría, empobrecida, bajo el mando de una dictadura recién estrenada. Allá en Brasil, de donde procede, las cosas no andan mejor. Además, Fernando Pessoa ha muerto. Lo ha hecho un día antes de la llegada de Ricardo Reis, heterónimo de aquél, amén de doctor en medicina. No tardará en acudir Pessoa al encuentro de su yo, de su otro distinto pero igual. Porque ésta es una novela de espectros que no descansan en paz en un tiempo en el que las cosas están cambiando. Europa empieza a ser dominada por un fascismo de opereta que siembra de cadáveres los arcenes de caminos y carreteras; dominada por el nazismo emergente, que traerá tormentas y atrocidades. La figura de Adamastor, titán de los que se revelaron contra Zeus, domina el Alto de Santa Catarina. Camoens, en su poema Os Luisiadas, rescata esta figura para alabar el valor de los marinos portugueses que cruzaron el Cabo de Buena Esperanza pese a las advertencias del gigante, que quería impedirles el paso. Adamastor, dicen otras fuentes mitológicas, violó a la nereida Tetis y causó con ello la cólera de Zeus, que lo condenó a ser un accidente geográfico, generador de tempestades. Aquí, en esta Lisboa neutral, es estatua dócil, figura decorativa de cuyas espaldas llegan los ecos de lo que sucede más allá de la frontera, de donde no sólo llegan los malos vientos y los malos casamientos, también el ruido de las balas, el de los morteros y los cánticos victoriosos.

El año de la muerte de Ricardo Reis es una novela de amor. Sabemos que Fernando Pessoa fue hombre soltero, hombre triste dedicado a la literatura en cuerpo y alma, desasosegado por ella y para ella. José Saramago parece querer darle una segunda oportunidad: la de vivir una vez muerto las experiencias que se negó en vida en la forma de uno de sus heterónimos famosos, el de Ricardo Reis. La noche que arriba a puerto, Ricardo Reis se dirige a la Rua do Alecrim y se aloja en un hotel ubicado en esta calle: el Hotel Bragança. Allí conoce a las dos mujeres de las que queda prendado; pero de distinta manera según sea Marcenda, según sea Lidia. De la primera se enamora platónicamente. Es una chiquilla impedida, que todos los meses viene a Lisboa con su padre desde Coimbra para que un médico de la capital la trate del mal que la aqueja: tiene un brazo paralítico, que le cuelga muerto al costado como un animal de compañía, el izquierdo. Hacia la segunda Ricardo Reis no sabe a ciencia cierta qué siente; pero entre ellos se inicia una relación carnal y absolutamente entregada que reportará al hombre aquello que la vida le niega: una pizca de felicidad, de hombría, de sensatez…

El narrador se nos presenta atípico. Dice desde una distancia irónica, nos acompaña como espectro lector que se hubiera sentado en nuestro hombro a explicarnos cuanto sucede al personaje protagonista a lo largo de los nueve meses que dura su estancia terrenal en Lisboa. Lejos de contribuir con ello a empequeñecer a la criatura, consigue hacérnosla más próxima, porque lo que hace queda relativizado, difuminado en las aconteceres comunes, y es más héroe si cabe que si hubiera sido pintado con tonos románticos. El más enternecedor, sin embargo, el que se gana al fin las simpatías del lector es el personaje de Lidia, pues siendo mujer del pueblo, analfabeta, camarera en el Hotel Bragança, arriesga por amor al doctor su trabajo y su honra; incluso la vida de su hermano arriesga, marino en uno de los barcos atracados en el puerto, simpatizante de ideas contrarias al régimen imperante, cuando comunica a aquél que se prepara una revuelta, siendo Ricardo Reis hombre conservador poco dado a violencias.

Novela grande, novela de las primeras de Saramago, la leí hace ahora veintitrés años y me dejó un poso duradero. Muerto su autor, precisaba de este homenaje a mí mismo, pues he recuperado tras su relectura los placeres de antaño, el de esta prosa prieta, sugerente de melancolías y amores no cumplidos.

viernes, 23 de julio de 2010

Lisboa


La imagen que saco de Lisboa es la de una ciudad húmeda, tachonada de adoquines. La puedes cruzar en tranvía, sobre rieles que se amoldan a las peculiaridades del terreno (cuestas pronunciadas y calles en curva). La orilla un río, el Tajo, que atraviesa media Península y viene a desaguar aquí, al atlántico frío y feroz. Melancólica. Con muchas plazas y muchas estatuas: esencial la de Camoens. Un castillo, el de San Jorge, se eleva sobre una de sus colinas. Se le ven mellas y humedades, pero continúa imponiendo. Poetas insignes la han cantado en sus obras. Por ella, además, circulan recién muertos, como Fernando Pessoa, que gusta de pasear por las mismas calles que en vida. La noche de fin de año, además, es costumbre que desde las ventanas de los edificios se lancen a la calle objetos inservibles y que los transeúntes, desde abajo, increpen a sus moradores.

jueves, 15 de julio de 2010

Cultivos


Cultivos es un libro que debe leerse como mínimo dos veces; o bien, una vez leído, espigar aquí y allá algunos fragmentos. No implica esto que sea un libro difícil. Cultivos es una obra sencilla que pide que hociquemos en sus palabras porque ocultan la verdad de una vida, de muchas vidas arrimadas a aquélla. La voz narradora es la del propio autor, y de lo que habla es de él mismo, de su obra, de su familia, de su tierra extremeña. Cultivos son los frutos que se van nutriendo de la experiencia y la lectura, de la vida y la muerte, que crecen conforme el resto se achica y se hace viejo. Me gusta mucho este modo de decir sereno. No hay extravagancias retóricas. Oímos hablar, oímos un borboteo sobrio de literatura que es grande porque al mismo tiempo es pequeña. Y sin embargo Cultivos es un libro que debe leerse como mínimo dos veces. Porque tras esa prosa urdida sobre lo oral hay una sustancia nutricia que es abono para la mente y el alma. Dicen que determinadas películas y libros logran que la vida de quienes se acercan a unos y otras no sea la misma cuando empezaron que al acabar de leerlos o verlas. Me temo que con Cultivos me ha pasado esto mismo. Deseo, en cualquier caso, que sea para bien.

domingo, 11 de julio de 2010

La cresta de Ilión

Cada cierto tiempo, en la plaza Santa Anna de Mataró, se instalan unas carpas en las que se ponen a la venta todo tipo de objetos. Las ganancias que se consiguen con su venta van a parar a algún tipo de asociación en defensa de los animales, por ejemplo, o para contribuir en el estudio o desarrollo de algún proyecto que busca aliviar el daño causado por alguna enfermedad. Entre los objetos a la venta suele haber frecuentemente libros. En tanto que amante de la lectura, cuando veo estas carpas no puedo evitar acercarme a ellas a mirar qué tienen expuesto, pues por lo común el precio que piden por su mercancía acostumbra ser irrisorio. Si, además, al pagar tu compra, sabes que ese dinero irá a parar a manos de gente empeñada en alguna causa benéfica, la satisfacción será doble, cuando no triple, como es el caso de los libros que adquirí hace unos días. Fueron dos y en perfecto estado. Es decir, igual que nuevos. Pedían por ellos dos euros cincuenta. Había muchos más, pero solo éstos me atrajeron especialmente: de Julián Rodríguez, Cultivos; de Cristina Rivera Garza, La cresta de Ilión. Editados en Mondadori y Alfaguara respectivamente. A Julián Rodríguez lo he leído. Su libro Lo improbable y otras novelas ha servido para darle nombre a un blog dedicado a los microrrelatos, que inicié no hace mucho.

Cristina Garza, según informa la solapa del libro, es de México y ha sido profesora en varias universidades de Estados Unidos. Estos datos bastan para hacerme una idea de la persona retratada. Lo importante, sin embargo, es su obra. La cresta de Ilión recoge una historia de locura, de muerte, de terrores atávicos. Cierta noche, el narrador abre la puerta de su casa a una desconocida que se hace llamar Amparo Dávila. Al poco, otra mujer, la Traicionada, la llama él, se presenta enferma y él la acoge, siendo así que ente ambas mujeres se establece una relación sumamente íntima que irá preocupando progresivamente al anfitrión. Éste es médico y trabaja en un hospital en el que se ingresa a enfermos terminales. La función de los médicos y enfermeros del hospital es hacer más llevadero el tránsito entre la vida y la muerte. Entre las ventajas de las que disfruta el narrador, en tanto que médico, se encuentra la de poder vivir en una casa, junto al océano, que le ha sido arrendada por el mismo hospital. Su vida empieza a verse sacudida por las sospechas y los terrores que le provocan sus huéspedes, pero también por el descubrimiento de un manuscrito en el que se habla de un antiguo paciente que acabó arrojándose, o arrojado, por una de las ventanas del edificio donde trabaja. Todo ello sucede en una atmósfera de pesadilla, en un escenario de locura en el que, según se nos sugiere, gobierna un poder militarizado. Dos son las ciudades a las cuales se hace referencia: la ciudad del Norte y la ciudad del Sur, donde los controles policiales son comunes. En medio, un vasto territorio.

He tenido la impresión de más que estar leyendo una novela, estar leyendo la mente de su personaje narrador. El viaje que se nos propone no es un viaje por la literatura, sino hacia el interior de la literatura: la que nace de una mente confusa, acaso enferma, la de este médico que traiciona y es burlado. Desconcertante a veces, el lector se ve obligado a recapacitar sobre algunos aspectos que creía asumidos, pero que de golpe quedan suspensos a la espera de una explicación que refuerce o no su idea de los mismos. Llegado el final, sin embargo, esos aspectos, esas informaciones que se le ofrecen fragmentadas, hallan su respuesta, cierto, pero de modo ambiguo, con lo que uno experimenta la sensación de que falta algo que cierre, un dato que dé sentido a lo aparentemente absurdo. Y ahí, en esa respuesta última, el título de la novela tiene su razón de ser.

jueves, 8 de julio de 2010

Leitmotiv


La he iniciado. He leído sus primeras cien páginas, aproximadamente, y la he dejado para otro momento más apropiado. A vueltas con Kafka. En la faja de papel que acompañaba al libro, y que alguien había utilizado de punto, se relaciona a este autor, José Leyva, en esta novela, con Kafja y con Gombrowicz. Y ciertamente sigue la estela de ambos creadores. Leitmotiv, por lo poco que he leído, se adentra en un mundo absurdo, autónomo, en el que un personaje, Arturo Can, se enfrenta a situaciones que lo desbordan porque son incongruentes. Hallé este libro por mera casualidad en el estante de una biblioteca. Es una edición de Seix Barral, de 1972, y dado el entusiasmo con que se alaba en su contraportada el contenido del libro, decidí llevármelo. Leitmotiv, dice quien reseña, constituye, sin lugar a dudas, una de las máximas revelaciones de la narrativa peninsular de posguerra… la precisión y el magnetismo inigualable del estilo anuncian un texto inusual… La aparición de Leitmotiv supone una transgresión… Obra-límite… impone la cohesión de un mundo cerrado, de un texto compacto, de una escritura que, voluntariamente suicida, se consuma en su propio transcurrir. La alabanza es mayúscula y, sin embargo, ¿quién ha oído hablar de José Leyva salvo estudiantes de filología que se interesan por la narrativa de antes de la transición y, por supuesto, los especialistas en literatura? ¿Cuántos autores no permanecen desconocidos: en el momento en que publicaron jóvenes promesas, ahora en el limbo del olvido? ¿Quién será el que los rescate algún día? José Leyva, por lo que he podido saber, pertenece a la misma generación que Juan Goytisolo, que Juan Marsé, que Ana María Moix, que José María Guelbenzu; pero también a la misma que Ramón Nieto o Marta Portal, de los que nada sé. Tal vez la historia que se nos cuenta en este libro sea excesivamente kafkiana y eso, más que una virtud, acaso sea una rémora. Su importancia radica en el estilo tan preciso, en la ambientación onírica que logra. Julia, una médico vecina del edificio en el que se aloja Arturo Can, cuenta a éste que su ayuda fue solicitada por la señora Closs, propietaria del inmueble: le pidió que atendiera a un teólogo al que acaban de linchar tras una conferencia, y que la señora Closs ha acogido en su casa. El hombre, al que en principio Julia cree sólo moribundo, está en verdad muerto. Lo sabe al querer tomarle el pulso, pues el cadáver aferra sus muñecas con tal fuerza que a Julia le es imposible soltarse, y su piel está fría y acartonada. La señora Closs ha salido. Tarda horas en regresar. Entre tanto, Julia se desespera pensando el modo de librarse de ese muerto burlón que no la suelta. He aquí una muestra del mundo extraño que nos ofrece el autor. Guardo el libro para más adelante. El bochorno es intenso. Sudo mientras escribo la entrada sin que corra un ápice de aire fuera. Leer esta novela ahora, presumo, añadiría desasosiego intelectual a una incomodidad física intensa, propiciada por la temperatura y la humedad tan altas.

lunes, 5 de julio de 2010

La casa Tellier


Una de las cosas que me admiran de Guy de Maupassant es que en muchos de sus cuentos, al menos en los más conocidos, la sociedad de su época se halla representada por algún personaje trazado con mimo, aunque no siempre con indulgencia. A La casa Tellier, nombre del cuento, casa de putas regentada por una mujer de la que se dice ha nacido para ello, acuden los burgueses, los comerciantes, el hijo del banquero, los marinos que atracan en el puerto… La casa Tellier dispone de dos zonas, aquella en la que se concentra la gente de bien, afincada y respetada en el pueblo, y aquella otra en la que se divierten y emborrachan los forasteros. La madame gobierna con mano firme pero ecuánime a las cinco pupilas que trabajan para ella. Cada una representa un modelo de mujer distinto, lo que permite a los clientes ver cumplido alguno de sus deseos inconfesables.

La vida de éstos se ve zarandeada el día que se encuentran cerrada la casa Tellier. Un cartel informa que la madame y sus chicas han marchado para asistir a la comunión de la sobrina de la primera. Se trasladan en tren, donde se encontrarán nuevos especímenes ciudadanos (un campesino salaz, un comercial asustadizo…), a Virville, que es donde vive el hermano de la madame con su familia. La presencia de las pupilas atrae a los vecinos: sus vestidos, sus sombreros, el colorido que las acompaña, aviva el humor de hombres y mujeres, que ignoran su verdadero oficio. Allá por donde pasan, la sangre corre más rápido por las venas, el vigor aumenta, brillan con mayor intensidad los ojos. Maupassant parece conocer bien el espíritu del campo normando. Y su cuento es un canto a la vida que deja un dulce poso en quien lo lee. Tomo a sorbos el mejunje que me ofrece este volumen inmenso: 1266 páginas formato bolsillo. La esencia de Maupassant se halla en él. Su prosa es como una brisa marina. Alivia las altas temperaturas presentes. Voy dosificando su consumo. Hoy un cuento, de aquí a unos días, otro. Lo alterno con el de novelas. La última que ha llegado a mis manos: Leitmotiv, de J. Leiva. Una edición de 1972 en Seix Barral, que no sé si leeré.