viernes, 30 de abril de 2010

Leer era un bálsamo...


“…leer era, precisamente, entrar en otro mundo, que no era el propio del lector, y regresar renovado, dispuesto a soportar con ecuanimidad las injusticias y frustraciones de este. Leer era un bálsamo, una diversión, no una incitación.”

Lo dice Susan Sontag en su novela El amante del volcán referido al Cavaliere, embajador británico en la corte de Nápoles, donde los cambios vuelven suspicaces a los monárquicos. Leer a los racionalistas, a los enciclopedistas del siglo de las luces, hace sospechoso al lector de ser un revolucionario al que se debe destruir, un enemigo del rey. El Cavaliere lee a Voltaire, disfruta de sus obras. Con ellas accede a otro mundo, el de la literatura, que no es el suyo, para regresar de él transmutado en otro hombre más sabio, al que se le ha dado conocer un territorio para su propio placer. Leer es un bálsamo, sí. Leer no puede incitarnos a actuar de determinada manera. La literatura con ideas no es literatura, es un panfleto que busca una reacción. El Cavaliere se divierte leyendo. Es, además, el favorito del rey. Otros menos afortunados, nobles como él, sucumbirán bajo el paso de las hordas. Son sospechosos. El pueblo, después de todo, odia a quienes viven mejor, sean o no simpatizantes de su causa. Sucede en Nápoles a caballo del siglo XVIII al XIX.

jueves, 29 de abril de 2010

Cuenco de amor


A veces, un amigo escritor, un amigo poeta, te pide que le guardes o le leas un libro suyo, unos versos, libro o versos que tal vez nunca lleguen a conocimiento del público, pero que son admirables. En el caso de mi amigo Joaquín, el hecho de que me pida que le lea sus poemas responde no tanto a que yo los conozca, como al temor de extraviarlos o destruirlos, siendo así que desde hace años actúo de depositario de los mismos sin que nadie, salvo algún otro amigo o lector afortunado, haya disfrutado de su belleza formal y de la fuerza que transmiten.

Sé que reproduciendo aquí una de sus composiciones traiciono la confianza de mi amigo, pero sé también que la justicia literaria me ampara.

Pues que el bien es una sed justa (tú

me dijiste), madre, haz cuenco de amor

con las palmas de tus manos, dame agua.

Llena también aquel barreño viejo

con la bondad que brota de tu entraña:

alíviame, apiádame las roñas,

que con los años llego embrutecido,

y en el hueco que siento, al que no alcanzo,

frotas con tu tibieza.

Arrópame después, no me dé un frío.

Joaquín Pitarch

sábado, 24 de abril de 2010

E juego de la rosa


Hace un par de días el puro azar llevó a mis manos un libro de poesía. Confieso que he sido un mal lector de poesía durante años, pero que poco a poco, con paciencia y ánimo curioso, he ido abriéndome camino entre la frondosidad expresiva de buena parte de aquellos que ofician a este lado de la literatura, tan difícil, pero tan grato si aprendes a descifrar sus modos de entender el mundo y la palabra. El autor de ese libro que digo es Carlos Marzal. Su título: Ánima mía. No alcancé a leerlo entero. Debía entregarlo, finalizado el viaje en tren, a un compañero que a su vez pretendía regalárselo a un alumno aventajado en esto de jugar con el verbo. Mi lectura, pues, se limitó a lo que dura un trayecto entre la estación de Mataró y la estación de Malgrat de Mar: treinta y cinco minutos en los que pude chapucear entusiasmado en una charca cuajada de sorpresas. No tengo el libro. Busco en Internet y hallo un puñado de versos suyos. Releo y vuelvo a entusiasmarme por la perfección con la que dice, libre de marañas, y no puedo por más que hacer un corta y pega, para quien ignore su existencia, de uno de sus poemas, al azar, a la rosa.


El juego de la rosa

Hay una rosa escrita en esta página,
y vive aquí, carnal pero intangible.

Es la rosa más pura, de la que otros han dicho
que es todas las rosas. Tiene un cuerpo
de amor, mortal y rosa, y su perfume
arde en la sinrazón de esta alta noche.

Es la cúbica rosa de los sueños,
la rosa de los sueños,
la rosa del otoño de las rosas.
Y esa rosa perdura en la palabra
rosa, cien vidas más allá de cuanto dura
el imposible juego de la vida.

Hay una rosa escrita en esta página,
y vive aquí, carnal e inmarcesible.

sábado, 17 de abril de 2010

Historia universal de Paniceiros


Hay una cita de Eugeni D’Ors al inicio del libro que es toda una declaración de intenciones y que da respuesta a la posible pregunta del porqué del título. Y es que Paniceiros, esta pequeña aldea asturiana, en la que se habla una pequeña lengua, por el número de hablantes que la usa, basta para ofrecernos, a través de sus historias, una panorámica global de la del mundo, pues basta que leamos lo que sucede en esas tierras del Principado para que tengamos idea cabal de lo que es muy probable que suceda en cualquier otro punto del planeta. Historia universal de Paniceiros reúne una colección de estampas, de recuerdos, de narraciones varias en las que su autor, Xuan Bello, hace gala de un estilo que atrapa al lector desde la primera línea hasta la última. Entre sus pretensiones no prevalece solo la de dar cuerpo literario a una tradición presente en el modo de hacer y vivir de los astures, sino también a una lengua, el bable, condenada, por lo que se colige de la lectura, al uso campesino. El libro está traducido al castellano por el mismo autor, y en él se nos cuenta sobre la niebla en Asturias, sobre hombres que emigraron a América o enanos que se comportan igual que criaturas, sobre barcos fantasmas, sobre tesoros escondidos o el modo en el que los indios hopi miden el tiempo, por generaciones y en presente. En la historia de Paniceiros está la historia de cada pueblo. Una canción asturiana, dice D’Ors, con solo que se traduzca a cualquier otra lengua, podrá pasar perfectamente por una canción popular rusa o del País de Gales. Traducido el libro al inglés, y cambiando el nombre de los personajes y de los topónimos por otros británicos, estos hechos que se nos narran podrían decirnos que son historia sajona y lo creeríamos. El alma de un pueblo es la de todos los pueblos. La intrahistoria comparte anhelos, nostalgias, sueños y penas, la hacen los hombres y las mujeres de todas las épocas, estén donde estén, hablen la lengua que hablen. Con todo, yo que pasé mi infancia y adolescencia en un barrio periférico y obrero de la España de los setenta, década en la que sitúa Xuan Bello las suyas, me pregunto si la historia de quienes lo hemos habitado podría intercambiarse con la de los criados en un barrio de Nueva York y resultar equiparables. Es probable que sí. A los textos del libro los acompañan fotografías en blanco y negro, ventanas a través de las cuales accedemos a ese mundo rural y desvaído, perteneciente a un pasado próximo pero tan distinto, en las que las personas retratadas posan de un modo severo, tal vez no demasiado convencidas de que la cámara vaya a captarlos tal cuales son; igual si se tratase de indonesios, si de incas o sardos, unidos todos por una misma capacidad para sentir la vida y la muerte como un sucederse continuo de sombras, a cuál más densa y tenaz.

viernes, 16 de abril de 2010

Doctor Pasavento


Inicio la lectura de Doctor Pasavento, novela de Enrique Vila-Matas. Sé que estoy leyendo algo importante. Sé que Vila-Matas se nutre de una tradición europea que es la mía como lector. Conozco a Robert Walser, y he leído su obra más conocida: Jakob von Gunten. Walser es el modelo que admira el personaje retratado por Vila-Matas. El doctor Pasavento pretende pasar inadvertido, desaparecer. Alcanzar la invisibilidad le resulta imposible. Nadie lo ha logrado, que él sepa; pero sí, como Walser, pasar desapercibido. El doctor Pasavento se dirige a Sevilla en el AVE. Allí debe reunirse con Bernardo Atxaga, con el que debe dialogar sobre las relaciones entre realidad y ficción. La novela no desarrolla tanto, pienso, el tema de la evanescencia, como el de la fina frontera entre aquello que es ficticio de lo que no lo es. De hecho, Bernardo Atxaga no es el único escritor “real” que asoma en la novela; también lo hace Antonio Lobo Antunes, y Pasavento no es sino trasunto del propio Vila-Matas. Al llegar a Sevilla, un suceso inesperado posibilita que el doctor pueda hacer mutis por el foro, como se dice en teatro, y dejar el escenario de su realidad cotidiana para poder, de ese modo, llevar a cabo un empeño antiguo, el de ocultarse durante un tiempo como ya hiciera Agatha Christie, que se retiró, sin decir nada a nadie, en un balneario, y toda Inglaterra estuvo pendiente de ella hasta que unos periodistas la encontraron al cabo de once días. Pasavento viaja a París, a la calle Vaneu, donde se aloja en un hotel, y también a Nápoles, ciudad en la que mantiene dos largos encuentros con el profesor Morante. Pero se lleva una decepción. Para pasar inadvertido alguien tiene que echarte de menos, buscarte. Nadie de su entorno se preocupa por él. Llama por teléfono a su inmueble y, fingiendo ser otro, pregunta al conserje. No hay llamadas de amigos ni familiares. No importa qué pueda haberle pasado. Y sin embargo lleva días sin aparecer por su casa en Barcelona. Sí, soy consciente de que estoy leyendo algo importante. Pero llega un punto en la novela en la que soy incapaz de seguir su hilo. Me ha ocurrido antes con Vila-Matas. Me ahogo en su espesura estilística. Me sucede igual con los autores centro-europeos que él admira. Y es por eso que yo mismo me siento en la necesidad de desaparecer, de desentenderme de ese mundo abigarrado que conforma la literatura que hace este autor. Acaba de aparecer un nuevo título suyo, Dublinesca. Domingo Ródenas, en su crítica de El Periódico, alaba la obra. Sé que acabaré leyéndola, intentándolo al menos. Y sé también que con toda probabilidad me sature. Me gustaría que no fuese así. Tal vez se trate de que el momento más propicio para comprender en toda su complejidad y riqueza a Vila-Matas me tiene que llegar aún. No se trata tanto, pues, de madurez vital, sino de sazón erudita.

jueves, 8 de abril de 2010

El camino


Quise homenajear estos días a Miguel Delibes leyendo una de sus novelas, El camino, en una edición de Destino, en su colección Destinolibro, algo sobada, pero que conservo por nostalgia de otros tiempos. La leí hace años y es curioso cómo la memoria actúa de modo selectivo a la hora de recordar determinados pasajes y no otros, cuando es posible que esos pasajes recordados no sean de los más preciados de la novela. No recordaba, por ejemplo, que la historia se sucediera en un lugar distinto a la Castilla en la que normalmente sitúa el autor a sus personajes. Sucede en un valle entre montañas próximas al mar, pero también a la meseta, en un pueblo de pocos habitantes en el que Daniel, el Mochuelo, desarrolla su existencia minúscula bajo el peso de unas costumbres en las que prevalece lo varonil y lo religioso, pero en las que late una pulsión femenina incontenible que sacude sus cimientos. Daniel no puede dormir. Daniel tiene que abandonar aquello que conoce, que ha sido escenario de sus correrías y descubrimientos, y trasladarse a la ciudad para poder cursar el bachillerato y ser un hombre de provecho. Su padre se niega a que sea quesero como él. Daniel no comprende que haya vida mejor que la que pueda llevar el herrero del pueblo o su mismo padre. El pueblo satisface ampliamente sus necesidades. A lo largo de esa noche en la que aguarda la llegada del día, se le suceden personas, sentimientos, escenas… Argamasa que conforma el edificio de sus once años, pocos tal vez, pero a lo largo de los cuales ha tenido tiempo de enamorarse, de ir a cazar un buitre, de recibir un perdigonazo en la cara, de ascender un poste engrasado en busca de la cucaña y lograrla, de ver cómo se le muere un amigo, de cuidar a un perro, de admirar a Roque, el Moñigo, y de temer a su hermana, la de Roque, a la que logran sin embargo enamorar del maestro por medio de un ardid infalible. Pocos son los autores que tienen a los niños como protagonistas de sus obras. Miguel Delibes, que yo recuerde, tiene tres novelas dedicadas a su mundo. Juan Marsé sería otro. A Delibes le sirven para ofrecernos una visión del mundo rural idealizada a veces, pero también cruel. Tras la historia de Daniel creo haber apreciado una cierta rebeldía contra determinados estereotipos machistas. Los hombres no deben mostrar sus sentimientos, los hombres deben tener una voz recia, los hombres deben ser crueles con los animales… En el fondo, la salida de Daniel, aunque incierta y dura, es una oportunidad para alejarse de esa concepción equivocada de la hombría y desarrollar otras cualidades que están presentes en él, manifiestas en ese arrebato último cuando sube, con peligro de perder la vida, a la punta del palo solo para demostrarse a sí mismo que puede. Se tiene la impresión, por eso, de que hay otra novela que no se nos cuenta, otra historia que empieza en la última página del libro. Historia que no conocemos, pero que no nos será difícil imaginar. Gracias a Miguel Delibes por sus libros. Gracias por su sencillez expositiva y por sus personajes. Especialmente, sobre todo, por sus niños y sus tontos.

jueves, 1 de abril de 2010

La mancha humana


Lo dicho: por alguna extraña razón que no acabo de explicarme, pereza tal vez, hastío, las novelas excesivamente voluminosas me resultan hitos de difícil alcance, caminos pedregosos por los que avanzo a trompicones pese a que sus autores son de mis preferidos, caso de Philip Roth. Su estilo hipnotizante, su capacidad para exponer el alma humana de un modo que acaso alguien considere pornográfico, me resultan ahora un obstáculo que me impide concentrarme como es debido, disfrutar de la forma en que lo he hecho otras veces. Me inquieta esta imposibilidad mía, supongo que temporal, para entrar de lleno en obras tan fascinantes como La mancha humana, que llevo mediada, pero que temo voy a dejar aparcada por esa sensación de poco aprovechamiento que me asalta cada vez que abro el libro. Las vicisitudes de Coleman Silke, acusado de racismo por un comentario fortuito en una de sus clases de la Universidad de la que es decano y profesor de lenguas clásicas, dirigido a dos de sus alumnos, invisibles porque no recuerda haberlos visto nunca en el aula, sirven a Philip Roth, como es costumbre en él, para hacer una crítica sesuda y devastadora de la sociedad americana, en el presente caso de la sociedad americana de finales de los noventa, cuando Bill Clinton fue juzgado moralmente luego de que una becaria declarara haberle realizado nueve felaciones en el interior del despacho presidencial. Philip Roth, sin embargo, no se queda en la anécdota del caso. Philip Roth aplica el escalpelo de la palabra y disecciona a los personajes de tal modo que sus entrañas vitales quedan a la vista del lector. Coleman Silke es víctima de un determinado modo de concebir las relaciones humanas, pero no es un hombre del todo inocente. Su hipocresía, su crueldad, su empeño por negarse a sí mismo tal cual es, lo hacen un personaje complejo, extraordinario, a la altura de otros muchos retratados por el autor. Llevo la novela mediada, sí; pero es tal el apabullamiento de su información sobre Coleman, que es preciso tomar un respiro, meditar sobre si la simpatía que uno acaba experimentado por él es o no inapropiada. Si a ello se le suma esa desgana dicha más arriba, el abandono de su lectura no se me hace tan culpable como debería. Todo ello me lleva a pensar que la dificultad de una lectura no parte siempre del texto, es un conjunto de circunstancias tanto internas como externas a él que la harán más o menos fluida, agradable, entregada… O puede que Philip Roth no solo escarbe en la personalidad de los personajes que crea, que lo haga también en la de los lectores que se acercan a él. El libro como un escalpelo…